Alex (Morgan Freeman) y Ruth (Diane Keaton) son un matrimonio feliz que lleva 40 años viviendo en el mismo departamento. Él es un pintor de cierto renombre y ella una maestra jubilada. La mutua admiración, el amor sincero, el calor hogareño y la comodidad de la rutina son los ejes detrás del éxito de su longeva relación.
Encontrándose en el proceso de decidir entre vender o no el departamento, su perra de 10 años, Dorothy, se enferma y es hospitalizada, lo cual desencadenará en ellos una serie de reflexiones acerca de la vejez, los cambios y el bienestar personal.
Memorias de Manhattan, basada en el libro Heroic Measures de Jill Ciment, es una película cuya mayor virtud es la presencia acogedora en Freeman y Keaton, quienes actúan con una naturalidad tal que resulta fácil creer que llevan más de cuatro décadas casados.
Es un relato ligero que en diversas ocasiones aprovecha la oportunidad para arrojar críticas al status quo neoyorquino, sea hacia la adopción de la chocante mentalidad hipster en los vecindarios tradicionales –con todo y pululación de locales de comida orgánica-, a los prejuicios raciales de sociedad, medios y autoridades, o al convenenciero mercado de los bienes raíces.
Alex y Ruth saben que quedarse por siempre en el mismo departamento no será óptimo para su salud, pues para llegar hasta el quinto piso en el que viven sólo hay escaleras. La falta de elevador en el edificio y asumir que muy atrás quedó la energía de aquellos jóvenes que, contra todo prejuicio racial, se casaron a temprana edad, los hará atravesar por un proceso de revaloración.
Mientras aumentan las ofertas que reciben por su vivienda y la presión por venderla, más a fondo analizan su matrimonio y los cambios de su ciudad.
El filme es agradable, pero habría sido genial si pasara más tiempo con sus personajes, abordándolos desde el ángulo de la comedia-drama que el tráiler prometió y sin desviarse tan marcadamente hacia temas mercantilistas. Llega el momento en que la película se transforma en una guía sobre subastas y mayores postores, en lugar de quedarse con sus protagónicos y explorar sus miedos y motivaciones.
Cuando corren los créditos finales queda la sensación de que, con algunos cambios en las decisiones del director, la cinta se habría ubicado en otras ligas sin mayor problema. Después de todo, su influencia alleniana es evidente desde que observamos a Keaton en una obra en la que Nueva York es también un personaje.
Pero aún con sus fallas en narrativa y guion, la dinámica entre Freeman y Keaton vale por sí sola el boleto de admisión, en un filme que sobre todo querrán checar las parejas que lleven juntas un tiempo considerable.