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cinema movil fich“Me tomé una tacha y desperté varado dos horas en el aeropuerto de Hermosillo.» “Mi plan de viernes en la noche terminó siendo ver un documental acerca de la construcción del Canal de Panamá.» “Me invitaron a un lugar underground con insistente y penetrante olor a orina en el que podías tomar un cerveza rodeado de homeless, rockeros, putas y perros con tres patas.» ¿De qué manera comenzar el texto con una breve impresión que me dejó la cuarta edición del Festival Internacional de Cine de Hermosillo?

Me hice la pregunta mientras permanecía en una habitación de un hotel tomado de forma descarada por varios equipos juveniles de fútbol de alguna liga local que diariamente desde las seis de la mañana provocaban un abrumador escándalo que en definitiva desquiciaría a cualquiera en pocos minutos; ello sin que algún miembro del staff festivalero supiera siquiera que para ese entonces ya llevaba cuatro días en la capital sonorense.

Descuiden, las presentes líneas no se tratarán de una retahíla de quejas acerca de la mala experiencia que viví (finalmente, ¿a quién carajos le importa?), pero sí una serie de observaciones. Por ejemplo, ¿por qué todas las proyecciones, sin excepción, fueron tan accidentadas y desafortunadas? ¿Por qué ningún director invitado pudo ser introducido correctamente sin que algún voluntario o miembro del equipo evidenciara que no sabía a quién demonios iba a presentar? ¿Por qué el público fue ridículamente escaso en cada una de las funciones, con asistencias que no rebasaban las diez personas? Sencillo: un festival nunca se podrá sostener únicamente con entusiasmo y buenas intenciones, repitiendo como un mantra esa idea romántica pero fútil que afirma que los habitantes de todas las ciudades prósperas, están ávidos de efervescencia cultural.

Cabe recordar que este año se rebasó el centenar de certámenes que se realizan a lo largo y ancho del país, y que esa famosa festivalitis ha provocado que estos eventos se tengan que volver cada vez más especializados, rigurosos, mejor producidos en la medida de sus presupuestos, mientras que la necesidad de desmarcarse del resto genera una descarnada batalla campal ya a estas alturas poco velada, para saber quién conseguirá el mejor highlight, aquél invitado de mayor rutilancia, el nicho más fiel, la nota periodística que más lo favorezca. De esta manera, como si de la selección natural darwinista se tratara, aquellos que no tengan identidad, declaración de principios, así como una postura firme y honesta, morirán irremediablemente.

Dirigido por Martín Saracho, el Festival Internacional de Cine de Hermosillo tuvo a bien programar el thriller contenido Un Monstruo de Mil Cabezas (Rodrigo Plá), con su protagonista femenina teniendo Un Día de Furia contra un sistema de seguros médicos corrompido mientras recorre una Ciudad de México en penumbras; la estrambótica y muy divertida Estrellas Solitarias (Fernando Urdapilleta) con su par de drag queens en busca de fama; el bien ejecutado torture porn Luna de Miel (Diego Cohen); el road trip familiar Pistas para Volver a Casa (de la argentina Jazmin Stuart), con su par de hermanos fracasados casi cuarentones sin algo en común que se ven obligados a convivir por un imprevisto, y que eventualmente se reconciliarán con su pasado y entre ellos; o la farsa en torno a las apariencias y el status económico Vacaciones en Familia (del chileno Fernando Carrasco) con su familia venida a menos que finge ante amigos y vecinos un viaje a una paradisiaca playa brasileña, aunque en realidad permanece al interior de su casa durante un mes.

Pero, ¿sirvió de algo la programación si no le llegó al público? ¿Vale algo premiar cortometrajes que nadie conoció y que ni siquiera las encargadas de anunciar a los ganadores podían pronunciar bien? Si todo queda en lo anecdótico, lo efímero, lo pueril, una última pregunta no está de sobra ¿de verdad necesitamos más festivales de cine en México?