Tuvieron que pasar 87 ediciones de los premios de la Academia para que una película colombiana debutara como nominada en el certamen. Sin embargo, para El Abrazo de la Serpiente de Ciro Guerra el mayor logro (muy por encima de la posibilidad de hacerse de un premio Oscar) radica en la endémica introspección realizada en las convicciones de las culturas indígenas sudamericanas respecto de su entorno, en medio de un trasfondo que explota las cualidades de la intermitente atmósfera mística que la selva y los nativos de la tierra expelen.
Para ello, los guionistas de este filme se basaron en los diarios de viaje de los investigadores Theodor Koch-Grunberg (Jan Bijvoet) y Richard Evan Schultes (Brionne Davis), quienes en años distintos (el primero durante 1909, el segundo en 1949) recorren la región del Amazonas aprendiendo de las entonces desconocidas tribus que ahí habitaban, particularmente en el rubro de las propiedades farmacológicas de varias plantas que los nativos usaban en sus rituales.
Theodor es quien comienza una desesperada búsqueda por la yakuruna, una planta a la que los nativos le adjudican extraordinarias propiedades de curación, y que el explorador considera su única salvación de la muerte; por ende acude a un chamán llamado Karamakate para su hallazgo. Sin embargo, 40 años después, Evan – empujado por la inconclusa persecución de Theodor – inicia una búsqueda similar, con la ayuda del mismo chamán, en una odisea que se asemeja más hacia un viaje de redención para sus protagonistas (y diera la impresión que también para la cultura occidental).
Ambos argumentos, dada su gran semejanza – que, no obstante, se complementan – constituyen una asombrosa road movie en la cual los viajeros atraviesan la espesa vegetación del Amazonas en busca de la yakuruna, objetivo que eventualmente se diluye entre la selva y los psicotrópicos naturales y deriva en que la planta se convierta en una especie de Santo Grial pero con otro sentido; ya no se trata de sobrevivir, sino de darle un sentido a ese momento específico de sus vidas, convirtiendo a la selva en una especie de Limbo.
El filme se convierte en una experiencia de voces no-occidentales hacia Occidente, lo mismo se critica la evangelización de los nativos (en un par de hilarantes secuencias satíricas), que la pérdida del respeto por el entorno. Además, la estética es coherente al temor del representativo Karamakate, quien hace eco de su soledad y vacío en la fotografía a claroscuros que permanece en la cinta, y que a pesar de que deja a desear estilísticamente, cumple con el cometido de hacernos extrañar la pigmentación de la naturaleza, de contagiarnos de esa sensación de ser un chullachaqui, «la cáscara vacía de un hombre.»
Inusuales elementos, como el uso de no-actores, la fotografía a blanco y negro en medio de una de las selvas más hermosas y vastas del mundo, y el uso de psicotrópicos que nos hacen sentir en una historia de Carlos Castaneda, hacen de El Abrazo de la Serpiente una auténtica bofetada a Occidente por dejar que las costumbres y tradiciones de la región amazónica fueran escupidas, pisoteadas y aniquiladas. El filme se convierte, además, en un llamado de atención a rescatar (o cuando menos respetar) las usanzas culturales que aún sobreviven en lo profundo de las selvas, o de lo contrario, el mundo podría convertirse en Karamakate: un chullachaqui, carente de emociones y recuerdos.