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house-of-cards-portrait.-Underwood,-by-Jonathan-Yeo;-Smithsonian,-National-Portrait-GalleryHouse of Cards fue la primera verdadera apuesta de Netflix (haciendo de lado a Lilyhammer) por crear contenido original a inicios del 2013, y vaya carta de presentación. Apenas tres años después, entre series, documentales, películas y especiales, los contenidos de la empresa californiana ascendieron a poco más de 100 producciones. Sin embargo, el drama político -que alcanza un exquisito estatus de thriller en esta temporada más que nunca- continúa siendo el estandarte de la plataforma de streaming, la cual, sin escatimar en precios, invierte alrededor de 100 millones de dólares cada año para retratar el sombrío camino que Frank Underwood se abre hacia la presidencia de los Estados Unidos.

¿Cómo una serie sobre política logra atrapar a funcionarios y civiles por igual? Nos gustaría creer del todo que se debe a que muestra un retrato fidedigno de cómo se manejan las cosas al interior del gobierno (como en su momento afirmara Bill Clinton, diciendo que 99% de lo mostrado era real). Sin embargo, como si se tratase de una extrapolación a la realidad desde la ficción, la serie se ha convertido en un referente de estatus entre políticos de las más diversas clases, desde el tweet de Barack Obama pidiendo evitar spoilers sobre la segunda temporada, hasta la incómoda selfie (presumiblemente pagada con recursos federales) de Kevin Spacey con el presidente Enrique Peña Nieto.

Dicho de otra manera: si un político ve House of Cards es cool, lo cual se traduce en una mejora de su imagen pública, pero ¿por qué? En esta temporada parecieran verse más nítidos que nunca los elementos de tal éxito.

Frank Underwood, el feroz congresista que fue sometido

Explorando el guión del primer episodio de la serie, es curioso percatarse de que el personaje de Frank Underwood es descrito como una combinación entre el rey Richard III de Shakespeare; Iago, antagónico de Othello, también de Shakespeare; y Hannibal Lecter, de El Silencio de los Inocentes. Entre los rasgos que los tres caracteres comparten, y que se sintetizan perfectamente en político «demócrata», están el de la malévola astucia para lograr sus cometidos.

Durante esta temporada, no obstante, vemos a un presidente con el temple bastante debilitado por el momentáneo abandono de su esposa, Claire. Un ego que se va a los suelos, y que la intrépida Primera Dama (personificada gloriosamente por Robin Wright) se encarga de mantener a ras de piso, como adiestrando al otrora indomable congresista, y obligándole a aceptar que le será imposible llegar a otros cuatro años como presidente sin ella como vicepresidente.

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Underwood dice cínicamente en algún momento que «la política ya no es sólo teatro, es una industria del espectáculo», algo que hace eco durante los trece episodios de esta temporada. Ante todo las apariencias, desde el matrimonio presidencial (lo cual nos recuerda el rumor de la pelea entre Angélica Rivera y Peña Nieto) hasta la relación con el enemigo (primero en la disputa interna del partido demócrata, y luego con su contrincante republicano). Asimismo, en plena disputa electoral estadounidense, donde el discurso de odio de Donald Trump se ha convertido en un atractivo mediático y herramienta política, es difícil no visualizar reminiscencias en la particular pelea entre Underwood y su rival, William Conway.

En la política, tal como reza la advertencia judicial, «todo lo que diga puede ser usado en su contra», por lo que una filosofía como esta sirve como vehículo para que Frank tome varios altercados dramáticos que le dan un giro de 180 grados a su estrategia, y termine utilizándolos a su favor, de una manera frívola y astuta. Sin embargo, al enfrentarse a Claire, quien en 30 años de matrimonio le conoció mejor que nadie, es lógico que salga perdiendo, y la perfecta muestra de ello es la foto que sale a relucir del padre de Frank posando al lado de un miembro del Ku Klux Klan. ¡Vaya manera de sentar a Underwood!

Sin embargo, tanto en la serie como en la campaña al interior de ella, Frank vuelve a adquirir protagonismo cuando es herido por un desesperado Lucas Goodwin, a quien la verdad -como si se tratase de una bomba- le explota en las manos, y de paso se lleva al queridísimo Meechum. Esta es una inesperada oportunidad para Claire, quien en ausencia de un mandatario con carácter, aprovecha la temporal presidencia de Donald Blythe para ganar terreno en su camino a la Casa Blanca.

Robin Wright, la primera dama que casi se roba la temporada

Si bien ya habíamos tenido magníficas muestras histriónicas de Wright como Claire, en esta temporada adquiere un gran protagonismo no sólo como la esposa del presidente que se gana el derecho de pelear la vicepresidencia, sino también como la actriz que dirigió cuatro de los 13 episodios de la temporada, incluyendo varios de enorme relevancia como el capítulo 42, donde Claire le da una muestra de lo que es capaz a Frank filtrando la foto de su padre y el KKK, y el capítulo 43, en el que ocurre el dramático disparo presidencial.

El trabajo de Wright como directora tiene varios aciertos, tanto al lograr apegarse al estilo sofisticado y cinematográfico de la serie, como al someter al espectador al punto de vista de la primera dama, enfatizando sus logros y mejor aún: mostrando el lado vulnerable de Frank. En temporadas anteriores habíamos visto una lucha semipasiva entre ambos, pero ahora es cuando definitivamente se declaran la guerra.

A diferencia de su esposo, Claire utiliza métodos más sutiles para su ofensiva política. No dudamos que aquella negociación con  Petrov, que eventualmente es la razón por la que se desplaza a Catherine Durant como candidata demócrata a la vicepresidencia, haya sido planeada con anticipación por ella a sabiendas del conocido efecto que tiene sobre el presidente ruso. No por nada en el guión del primer episodio de la serie, es descrita como «la personificación de la elegancia y el aplomo».

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No obstante, lo que pudo haber sido una campaña que combinara la intimidación de Frank y la seducción de Claire, tendrá unas últimas semanas de terror, desatado – como si se tratara de un barril de pólvora – por la oportuna investigación de Tom Hammerschmidt sobre el recorrido de Frank desde el Congreso hacia la Casa Blanca, concretando la tarea periodística que Goodwin se había propuesto. Siendo tendenciosos y hasta amarillistas, podríamos decir que este artículo periodístico será el detonante de una guerra contra Siria, y podría guiar a Estados Unidos a una monarquía disfrazada de democracia por el efecto que tuvo en la pareja presidencial, tanto a nivel de imagen pública como de manera interna.

Como anotaciones finales destacaríamos que la serie toque el tema de la complicidad entre el poder y los motores de búsqueda para identificar tendencias e instrumentar estrategias, algo de lo que nos gustaría imaginar que Edward Snowden estaría feliz, y sobre todo que aborde la estrategia que varios políticos – especialmente Trump – están utilizando: el discurso del odio y del terror para intimidar a la gente y ganar votos, sobre todo rechazando a las minorías, como es el caso de los musulmanes. Incluso, se toma en cuenta el papel que la tragedia juega para lograr empatía con los votantes, como es el caso de la muerte de la madre de Claire.

Es espléndida la manera en la que House of Cards retrata el poder en toda su extensión, lo cual, irónicamente, la fue convirtiendo en un instrumento más de la política. Basta ver cómo, en plena recta final de la administración de Barack Obama, un cuadro de Frank Underwood fue recientemente colgado en la Galería Nacional de Retratos de Estados Unidos, donde se ubican los de otros mandatarios como George Washington, Abraham Lincoln y George W. Bush. Con una fotografía sensacional, actuaciones inmersivas, sucesos que se interconectan a un ritmo admirablemente natural y en medio de un contexto donde no podría haber mayor oportunismo, House of Cards oficialmente ha pasado de ser un drama a un thriller en su punto más elevado, ya que de la política al terror sólo hay un paso, el cual la pareja presidencial finalmente ha dado.