La idea de Netflix de realizar series que adopten el lenguaje y esencia de algunos países de habla no inglesa en los que tiene presencia, con apenas un par de muestras, ha dado resultados muy diversos pero que siguen una tendencia marcada: el campechaneo entre arquetipos estadounidenses y clichés extranjeros.
Para explicarnos mejor, basta ver la última entrega de la plataforma de streaming: Marseille (Francia, 2016). En ella se cuenta la historia de Robert Taro, alcalde de Marseille durante los últimos 20 años, quien está dispuesto a ceder su cargo a Lucas Barres, su apadrinado político. Sin embargo, ambos tienen un roce debido a la construcción de un casino en el puerto de la ciudad, por lo que rápidamente Taro se da cuenta de las verdaderas intenciones de Barres, y reconsidera en dejar el ayuntamiento, aún si en este último retorno a la política afecta su estabilidad familiar, y su salud personal.
Si la premisa les suena familiar, a algo que sucedería en House of Cards, no están equivocados. Aquí viene la primera tendencia de la que hablábamos al inicio: los arquetipos estadounidenses. Marseille se siente como una secuela de House of Cards a la francesa, apenas compactada en ocho capítulos, haciendo uso de fórmulas hollywoodenses en sus giros argumentales (en este caso, sobre las verdaderas identidades de sus protagonistas) y en la construcción de sus conflictos (disputas familiares que se sienten demasiado vistas). Imaginen que Frank Underwood mantiene la presidencia durante dos décadas y está dispuesto a cederla, pero algo ocasiona que cambie de parecer. Es, en esencia, el mismo caso, sólo que a nivel local y europeo.
Esto último, no obstante, podría ser una de las pocas características verdaderamente atractivas de la serie. Aunque tendríamos que preguntarle a los marsellés qué tan fidedigno es el retrato en pantalla de su ciudad (a lo que, seguramente, responderían con una negativa), resulta interesante ver que Marseille sea un punto de choque entre oriente y occidente, donde gente de ascendencia árabica/musulmana convive con los europeos occidentales de la élite política, o más bien, es utilizada. Además, no se muestra a Francia desde la clásica perspectiva turística, donde todo irradia amor y elegancia; contrario a ello, se exhibe a una ciudad en decadencia, en riesgo de caer totalmente en manos de la mafia y con conflictos internos de gran importancia.
De ahí que en el título de nuestro texto hablemos del cliché revolcado. Sí, oriente y occidente conviven en Marsella, pero los primeros son los malos, y los segundos los buenos. Es como si se pretendiera mostrar un punto de vista distinto a lo que da por hecho en el imaginario sobre estas ciudades, pero terminara cayendo en la misma categorización inútil, el enfrascamiento de identidades y de escenarios que no ayuda a nadie.
Si comparamos el caso de Marseille con lo visto en México con Club de Cuervos (que, hasta el momento, son las que conforman las series extranjeras originales de Netflix junto a Lilyhammer y Atelier), si bien el resultado es distinto en cuanto a calidad, la fórmula es similar. Se toma un cliché local (en el caso mexicano, que somos aficionados del fútbol), se mezcla con un conflicto clásico gringo (para Club de Cuervos, la disputa de una riqueza entre familiares y la lucha contra la mafia), todo en escenarios locales, y listo.
Aunque el resultado de Club de Cuervos resulta satisfactorio, contrario al de Marseille (donde todos parecieran tener una excesiva prisa por arruinar sus vidas, como queriendo terminar de un vez por todas la serie), hemos de suponer que la fórmula de Netflix para sus series extranjeras seguramente responde a los lineamientos que la empresa ha establecido para poder comprar proyectos. Difícilmente lo sabremos.