La carrera del actor, guionista y director británico Ricky Gervais es culpable de algunos hitos en el entretenimiento contemporáneo. Su inclemente humor negro se ha desarrollado a paso firme en sobresalientes aunque breves proyectos como la versión británica de The Office y otras series como Extras, Life’s Too Short o Derek .
Fue con la versión estadunidense de la vida oficinista (donde su personaje David Brent se convirtió en el igual de inepto Michael Scott) que su trabajo se popularizó lo suficiente para trasladar su talento hasta la pantalla chica internacional, donde incluso ha roto esquemas con sus históricas aunque políticamente incorrectas conducciones del Globo de Oro, mismas que lo catapultaron a la fama mundial.
Para su tercer largometraje como director, después de la comedia The Invention of Lying (2009) y el sentimentaloide coming-of-age setentero Cemetery Junction (2010), Gervais regresa delante y detrás de la cámara para contar la historia de Ian Finch y Frank Bonneville, dos periodistas dispares que deben juntar esfuerzos cuando reciben una orden de la radiodifusora para la que trabajan, obligándolos a partir inmediatamente a Ecuador, donde un levantamiento social ha echado a andar una revolución.
Finch (Gervais) es un reservado pero entregado miembro del equipo radiofónico de Bonneville (Eric Bana), quien además de ser un galán y mujeriego, también es el primero en tener la noticia, aunque no siempre con los métodos más plausibles. Cuando su imprudencia por conseguir la noticia empieza a provocar fricciones con los directivos del medio, éstos deciden darle una última oportunidad enviándolo como corresponsal con Finch a la ciudad de Quito, aunque una confusión los hace perder sus pasaportes y boletos, evitándoles viajar.
Ante su error y el ultimátum recibido, Bonneville y Finch deciden fingir que la confusión nunca ocurrió y empezar su cobertura desde un ático en la ciudad de Nueva York, tratando de engañar a la radiodifusora y sus escuchas por igual. Pero las incongruencias entre lo dicho por ellos y la realidad ecuatoriana pronto ponen en riesgo su credibilidad y, de paso, levanta falsos rumores respecto a lo que en verdad está ocurriendo, causando que los periodistas deban fingir un secuestro para ganar tiempo, evitar un conflicto político mayor y enmendar las mentiras que como bola de nieve hacen crecer sus problemas.
El planteamiento de Special Correspondents parece tener los suficientes elementos para explotar el talento de Gervais: una situación enredosa y divertida, así como los tintes socio políticos de la premisa. Lamentablemente (y ya le había ocurrido antes) Gervais no sabe trabajar el formato de cine y parece empecinado en ajustarse a las exigencias del medio respecto a cómo proceder, limitando el desarrollo de sus personajes (su especialidad en televisión) con ataduras innecesarias a reglas argumentales, a las que curiosamente les rinde un respeto inusitado tratándose de él.
De esta forma, Gervais se ve obligado a dividir la película en tres actos que a ratos se sienten inconexos y que prolongan una historia muy básica a través de situaciones irrelevantes, más bien urgidas en hacer avanzar la historia pero robando tiempo en pantalla que hubiera sido útil a la hora de justificar mejor a los personajes, sus relaciones y sus acciones (aquí el personaje de Vera Farmiga como la infiel esposa de Gervais es el más afectado y carente de motivaciones).
Si acaso hay algo rescatable en Special Correspondents es el trabajo de Eric Bana, que como ya había mostrado antes en la maravillosa Funny People de Judd Appatow, tiene una vena cómica que Hollywood ha ignorado pero que explica por qué fue un comediante tan popular en su natal Australia en los noventa. Su Bonneville es errante y despreciable pero el actor logra hacerlo divertido e interesante, situación contraria a Gervais, quien como Finch busca interpretar el personaje más sensible y sensato del par, dejándonos con las ganas de un trabajo a la altura de los viles perdedores a los que mejor sabe interpretar. Oportunidad desperdiciada.