Dentro de las trece películas que compiten en la sección Plataforma Mexicana, ya habíamos tenido la oportunidad de escribir acerca de títulos destacados como La Caridad (con su pareja adulta llena de rutinas insatisfactorias y fantasías sexuales que nunca llegan a consumarse), Mañana Psicotrópica (con su grupo de adolescentes desencantados acostumbrados a vivir lo efímero), Tempestad (y su tour aciago por una nación sitiada donde el miedo y la maldad lo barrenan todo), o El Paso (y sus periodistas inmersos en un periplo migratorio a causa del crimen organizado). Comentemos ahora brevemente sobre tres óperas primas que pudimos ver durante estos días playeros, los cuales, a pesar de sus narrativas particulares y sus géneros opuestos, se conectan al retratar microcosmos facilmente identificables, donde permea insistentemente el sentimiento de fracaso (tanto de los personajes, como del país mismo).
Así, un hotel cochambroso y deprimente del otrora glamoroso Acapulco es en Semana Santa (de Alejandra Márquez Abella) el escenario idóneo para que tres personajes que pretenden ser familia –una mujer de mediana edad, su hijo de ocho años y la nueva pareja de ella–, exploten inminentemente en frustraciones, reclamos y patetismos, queriendo escapar de sí mismos, mientras transcurren unas vacaciones que se encuentran ya de por sí, más arriba de sus propias pretensiones. Sobresale en este buen debut, la manera en que la directora consigue capturar con fluidez y naturalidad lo incómodo de las situaciones (las distintas llamadas telefónicas que van revelando quiénes son en realidad estas personas, la borrachera lastimera en la alberca, las noches en el karaoke cutre, los gestos de infidelidad que terminan fatal…); ello en un drama que se sustenta en conductas (la vulgaridad rampante de ellao los signos machistas por parte de su novio).
Por su parte, una fábrica en banca rota tiempo dedicada a la maquinaria pesada de construcción ubicada a un costado del Aeropuerto de la Ciudad de México sirve para realizar una comedia del absurdo cotidiano en la buñueliana Maquinaria Panamericana (de Joaquin Del Paso) describiendo el último día de esa empresa perdida en su propio tiempo, tras la muerte repentina de su dueño en una bodega de refacciones. Los ritos oficinescos, los inframundos burocráticos donde los polvosos archivos solamente se acumulan, esas llamadas telefónicas que nadie responderá y las caducas f rases de superación personal escuchadas en altavoces, se van mezclando con esos momentos surreales y carnavalescos acompañados por bebidas embriagantes a base de gasolina y perfume; ello en una disección realizada con buen pulso narrativo, humor y sin condescendencia alguna a esa clase media mexicana que parece únicamente congratularse en sus mezquindades, mediocridades y falta de perspectivas reales.
Pero si aquí tenemos a dos serias candidatas para ser reconocidas con uno de los tres premios que otorga el festival, vayamos a su reverso. La misma ciudad, descompuesta, percudida, convulsa es el marco del documental Atl Tlachinolli (de Alexander Hick), el cual sintetiza lo más despreciable del género con su déficit de atención, su urgencia por abordarlo todo, su urdimbre de divagaciones y esa mirada extranjera azorada, dispuesta, faltaba más, a desentrañar nuestra idiosincrasia y revelárnosla. Ahí está pues ese ensayo que se quiere poético con grandilocuente voz en off femenina en torno a la mitología del ajolote y el misticismo extraviado de la urbe alternándose con los ya infaltables personajes de extracción callejera-populachera (lo mismo uno de los últimos miembros de la estirpe de pescadores de Xochimilco, que un policía), sus cotidianidades y sus anécdotas supuestamente coruscantes. Hace apenas unas cuantas semanas, a propósito de una invitación me preguntaba “¿El documental rescatará al cine mexicano?”.Con cintas como Atl Tlachinolli, la respuesta no es precisamente alentadora.