Una acostumbrada doble moral recalcitrante. Una censura miope. Una industria que en el estertor de los años ochenta se estaba cayendo a pedazos por un (aparente) cambio dentro del modelo económico en el país, el cual -entre otras acciones– malbarató y prácticamente subastó organismos estatales relacionadas con el cine a empresas privadas. Un mercado globalizado que –a la fecha– se antoja impenetrable. La escasa tradición cinematográfica en torno al erotismo y una concepción mal entendida acerca de la sexualidad misma, quedando de manifiesto en ejemplos de veta popular como podría ser la sexy-comedia, cuyas decenas de célebres producciones privilegiaban a la fantasía perenne, el vouyerismo, la simulación, el conato de exhibicionismo. Un pequeño grupo de realizadores que heredaron un particular estilo caracterizado, justo es decirlo, por una gramática más bien rudimentaria e ideas argumentales que, en muchos casos, pecaban de limitadas. La imposibilidad de erigir a aquella icónica starlet local que sirviera de parangón o de ni siquiera de encontrar a los hombres y mujeres con los atributos físicos necesarios para satisfacer el morbo o la libido del espectador promedio.
La combinación de estos factores principales dieron como resultado que en México (tal y como ha ocurrido con otros géneros fílmicos a través de las décadas), se haya llegado con un considerable retraso al cine pornográfico, y en donde más que una historia a escribir, existe una curiosa mitología a resolver. Se podría decir pues que, tras la irrupción de Las Profesoras del Amor (dirigida por Ángel Rodríguez Vázquez en 1987, pero estrenada hasta las primeras semanas de 1993), la época de esplendor del hardcore quedó en simple anhelo y, por ende, los títulos se dan a cuentagotas.
En su libro «El Cine Pornográfico Mexicano de los ’90» (editado en 2006 por Cineteca Nacional en las postrimerías de la administración de Magdalena Acosta Urquidi), una de las contadas publicaciones al respecto, el investigador Ernesto Román Pérez escribe:
“La pornografía al parecer no fue considerada como una forma de renovación temática para atraer gente a los cines por parte de los productores tradicionales (…) Se puede afirmar de manera esquemática, que en México la pornografía nacional nunca abandonó su aspecto marginal, propio de esa forma de producción, sin lograr algún título mítico o lograr el lanzamiento de una estrella. Todos sus intérpretes son marginales y la fama nunca los alcanzó. Toda esa producción se exhibió en salas de segunda o tercera corrida, o en las salas tradicionales del circuito erótico de la capital. La prensa especializada no les dio un gran espacio, salvo excepciones, las ignoró, en general. Tampoco se convirtió en el objeto de interés de algún grupo interesado con el cine bizarro o trash que ha generado la posmodernidad, lo cual ha permitido relecturas interesantes y provocadoras con el cine de luchadores, la ciencia ficción o las temáticas violentas…”.
Cierto, durante los primeros años de este siglo existió una singular explosión de cine pornográfico amateur que se pudo atestiguar en los puestos de periódicos. Cortometrajes bajo series de nombres anodinos y sin mucha imaginación como Colección G.E. El Reino de la Carne y el Éxtasis (lanzada por la revista Gente Erótica), Relatos Eróticos Mexicanos, o Perversiones Sexuales (realizada por Editorial Estrella y Mars Films). Empero, además de una producción, a la postre, poco significativa, esta exigua ola delataba un elemento que hace por demás compleja cualquier revisión, revaloración o investigación a profundidad del tema: el anonimato. Ninguno de los títulos que conformaron estas y otras series cuentan con créditos de directores, actores, actrices, algún miembro del staff o año de filmación. Inclusive resultó común comprobar cómo jadeos, gemidos, retozos y demás sonidos propios del género, eran sustituidos por diálogos provenientes de una cinta hardcore doblada al español (¿?), o eran ahogados entre capas de stock musical cutre.
Tal parece que esa clandestinidad no cambió mucho desde los años veinte cuando se comenzaron a dar en cortometraje (como en otras latitudes) aquellos tímidos visos del género, principalmente por parte de empresarios incipientes que vieron un refilón económico por explorar y que en este caso se trataba de una insólita mezcla entre humor vulgar y anti-solemne, crítica al costumbrismo de la época, así como sexo explícito (en varias ocasiones sin llegar a delimitar secuencias dirigidas al público heterosexual u homosexual). Si bien quedó atrás la persecución policiaca por la producción, exhibición o comercialización de estos materiales, los nombres y testimonios siguen siendo inasibles. El propio Ernesto Román Pérez lamenta en su citado libro el no haber podido contactar a ninguno de los involucrados en las cinco películas de las que da cuenta, quedando claro que estos desean borrar cualquier rastro del pasado. Quien escribe estas líneas se encontró en una situación similar cuando quiso conocer más acerca de este mini boom entre 2004 y 2005, y las entrevistas quedaron para mejor ocasión.
Precisamente esos cortometrajes primigenios, trastocados en extravagancia cinéfaga, reafirman un secreto a voces: la preservación, difusión y exhibición del cine mexicano por parte de las instituciones que fueron creadas para tal fin presume escandalosas lagunas. Los treinta cortometrajes que resguarda la Filmoteca de la UNAM (entre hallazgos en mercados de segunda mano y donaciones anónimas) y a los cuales el reconocido crítico e historiados Rafael Aviña les dedica un apartado en su libro «Filmoteca UNAM. 50 Años» (2010) queda (al momento) más para la anécdota que para el estudio. Tomando en cuenta que la institución no ha mostrado gran interés en darlos a conocer, limitándose a la exhibición de once de estos en exitosas funciones de medianoche dentro del Festival Internacional de Cine de Morelia, con los programas Colección de Cine Erótico de la Filmoteca de la UNAM (en la tercera edición de 2005) o Bramadero y Otros Cuentos Eróticos (en la quinta edición de 2007), donde se pudo ver títulos como El Sueño de Fray Vergazo, Sueño Árabe, Mamaíta, Bigamia y Un Minuto de Amor.
Regresando al presente, también es cierto que las productoras pensadas para Internet han proliferado. Inclusive quedará para el registro cómo dos películas dieron el salto (resultados aparte) a festivales dedicados a géneros ajenos al hardcore: Rebeldía y Pornografía (de la compañía 3Equis en Distrital) y La Jefa (de la productora SexMex en Feratum – Festival Internacional de Cine de Cine Fantástico, Terror y Sci-Fi), ambas en 2014. Sin embargo, los cientos de cortometrajes que pululan en la red no dejan de ser un cúmulo de premura, baratura y torpeza; una repetición malograda de los códigos propios del porno, una ausencia de la estética y la puesta en escena más elemental. En ese sentido, no se puede escribir ni siquiera de una ligera evolución respecto a Las Profesoras del Amor o El Despertar del Sexo (dirigida por el mismo Ángel Rodríguez Vázquez en 1993, aunque estrenada en 1995).
Sirva como colofón de este breve acercamiento al tema el citar seis cintas que parecían ser el cimiento de lo que terminó siendo una promesa incumplida, un idilio efímero.
Las Profesoras del Amor (Ángel Rodríguez Vázquez, 1987)
El director Ángel Rodríguez Vázquez no sólo pasará a los maltrechos anales del cine mexicano por ser el responsable de algunas de las cintas con las que la censura más se ensañó durante los años ochenta e inicios de los noventa como Lo Negro del Negro (Poder que Corrompe) (1984), Seducción y Muerte (Las Garras del Vicio) (1986) o La Parada de los Choferes (1990); sino por ser quien inaugurara en forma y a trompicones el género hardcore en el país. A destacar el empleo del tradicional ambiente de la lucha libre cuando el tema ya se encontraba semi abandonado y lo risueño de los coitos (los cuales, como será una constante en las cuatro incursiones en el universo XXX por parte del cineasta, se van aplazando inexplicablemente), ello en una premisa muy sencilla que involucra a un par de masajistas (no muy atractivas que digamos) contratadas por unos apostadores para desgastar físicamente por medio del sexo a dos luchadores que se preparan para una importante pelea.
Traficantes de Sexo (Ángel Rodríguez Vázquez, 1994)
La tercera película de Rodríguez Vázquez en los terrenos del porno retoma dos conceptos clásicos del cine mexicano: los personajes provincianos que llegan a la capital enfrentando toda suerte de avatares propios de la ciudad y el mundo del cabaret (aunque aquí uno sórdido, en las antípodas de la rutilancia y el romanticismo del cine de ficheras dos décadas atrás). Dos mujeres llegan a la ciudad con el sueño de fama y ser asediadas por los hombres para terminar involucradas entre la prostitución y el vedetismo. Aquí cabe subrayar, más que las mal iluminadas secuencias lúbricas, aquella sub-trama en la recta final de la cinta relacionada con el SIDA, más cercana, por su tono amarillista y hasta aleccionador, a Casos de Alarma 1 (SIDA) (Benjamin Escamilla, 1987) que al cine de las secreciones.
Liliana y Lorena (Fermín Gómez, 1994)
Más que los numerosos close-ups a genitales masculinos y femeninos, la inexistente sofisticación que quiere imprimirle el director con coitos filmados con un filtro ambarino y con extrañas puestas de la cámara, o el caótico y absurdo guión acerca de una venganza que emprende una joven mujer traumada desde su infancia por haber visto a su madre tener relaciones sexuales con su amante, Liliana y Lorena resulta ser una curiosidad para los afectos al mexploitation, al contar entre sus créditos a Agustín Bernal, uno de los ojetes videohomeros por excelencia, y…¡Vanesa Yudic! (actriz con cuerpo de tentación y cara de arrepentimiento, famosa por protagonizar la película más misógina en la historia del cine mexicano, Por un Salvaje Amor de Christian González, 1992). No, lamentablemente ninguno de los dos llegará a coincidir a cuadro, quedando como mera ilusión onanista.
Los Machos de Micaela (Ramiro Jiménez, 1992)
Si las cintas anteriormente comentadas quedaron eventualmente en el limbo, esta de plano quedó en el olvido total. Irónicamente es la que más dignamente entendió los preceptos básicos del género, así como la finalidad de este: excitar al espectador. Aquí no hay una historia que se trata de estirar inútilmente ni trasfondo en los personajes. En un único espacio (un modesto departamento) y con un tono la mayoría de las veces picaresco, se van alternando las acciones (masturbación femenina, threesome y cumshots incluidos) con mayor fluidez y habilidad que lo conseguido por Ángel Rodríguez Vázquez. Eso sí, como se volvió una costumbre, la belleza de las actrices y las proporciones imposibles de los actores brillan por su ausencia.
La Putiza (Jorge Diestra, 2004) y La Verganza (Jorge Diestra, 2005)
Tras el fenómeno underground en sex shops que supuso Sexxxcuestro (Summer Gandolf, 2002), la primer película mexicana porno de temática gay, el trío formado por Gerardo Delgado “El Diablo” en la producción, Jorge Diestra en la dirección y guión, y Kankún García como protagonista se aventuran a realizar un díptico en plena efervescencia por el rescate posmoderno al cine de luchadores y su iconografía. Ya desde sus mismos títulos subidos de tono se adivina un humor relajiento en medio de proezas sexuales arriba o abajo del ring.