A un día de la controversial elección presidencial en Estados Unidos nos encontramos nuevamente en el Festival Internacional de Cine de Los Cabos, cita fílmica que se siente más oportuna que nunca debido al esfuerzo que representa en cuanto a su interés por reunir a la industria cinematográfica mexicana con las correspondientes al país pronto gobernado por Donald Trump y Canadá por igual. Respecto a esto, durante su gala inaugural el director del festival, Alonso Aguilar, hizo hincapié en que se trata de un evento que lejos de levantar muros, busca construir puentes y, en la más idealista de las posturas, erradicar las barreras socioculturales a través del arte.
Igual de oportuna resultó la proyección inaugural, engalanada por un homenaje al cinefotógrafo mexicano Rodrigo Prieto, cuya filmografía es un recordatorio necesario del buen trabajo que proviene de nuestro país. Habiendo colaborado con figuras como Alejandro G. Iñárritu, Ang Lee, Martin Scorsese, Carlos Carrera, Ben Affleck y Spike Lee, por mencionar unos cuantos, Prieto ha puesto el nombre de nuestro país en alto con una trayectoria que le ha valido hasta ahora cuatro premios Ariel, así como una nominación al Oscar y un par más al BAFTA. “Al principio lo veía como una broma, aunque ahora ya es una realidad”, comentó el director de fotografía sobre la elección de Trump durante la conferencia de prensa previa a su homenaje, donde también habló sobre la posibilidad de que Scorsese produzca su ópera prima como director.
Para coronar la noche fue presentada Jackie (2016), la más reciente película del chileno Pablo Larraín quien, con ella, suma dos producciones en menos de un año, tomando en cuenta que este 2016 también dirigió la excelente Neruda, que apenas hace unas semanas inaugurara el Festival Internacional de Cine de Morelia y que sucedió a la excelente El Club, estrenada el año pasado, posicionando a Larraín como uno de los directores más productivos, emocionantes y propositivos trabajando hoy en día.
Girando en torno a la figura de Jacqueline Bouvier Kennedy, tras el asesinato de su esposo y entonces presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy (Caspar Phillipson), el filme de Larraín nos transporta a uno de los momentos que más han descolocado al país vecino en términos políticos y sociales pero, lejos de enfocarse en las consecuencias en una escala mayor, el chileno opta por mostrarnos el proceso de duelo por el que Jackie (una formidable y contenida Natalie Portman) debe atravesar durante sus últimos días como inquilina de la Casa Blanca. Es a través de esta anécdota que Larraín logra con creces no sólo un interesante estudio del personaje titular, sino también una radiografía de la frivolidad como producto de la ambición, ejemplificado por la urgencia de Lyndon B. Johnson y su esposa por tomar el mando, al mismo que tiempo que, como hiciera en Neruda, señala la inherente necesidad humana de trascender.
Como si de un close-up se tratara, Larraín nos introduce en el miserable letargo que Jackie debe vivir tras su inesperada condición de viuda, buscando dignificar su duelo no obstante el asedio público y el compromiso que la ausencia de su esposo representa ante la sociedad estadounidense que por dos años gobernó con una aprobación sin precedentes. Es ahí donde el trabajo de Portman es primordial para que la película no sucumba ante el letargo y sin rumbo que atraviesa el personaje, mostrando una carcasa que es idéntica en la superficie a la icónica primera dama pero que, en manos de la actriz, nos permite profundizar en su dolor y sus inquietudes, humanizándola como nunca antes lo había hecho ninguna otra película o producto cultural del que tenga memoria o conocimiento suficientes para citar.
Larraín, como también lo hizo en No y Neruda, logra sortear los convencionalismos de las biopics o los filmes históricos comunes y corrientes. Para ello es de suma importancia su admirable colaboración con su director de fotografía y su compositor musical, quienes en conjunto logran crear una atmósfera sobria pero leal a la época retratada sin perder de vista los temas centrales que el director busca subrayar.
¿Qué sigue tras la pérdida? ¿A dónde irá a parar el legado de los Kennedy? ¿Cuál es ahora el propósito de la protagonista tras su abrupta salida de la luz pública? Todas estas son las preguntas que Larraín pone en los hombros de su actriz quien, estoica, encuentra en el personaje una ventana para explorar las inquietudes propias de cualquier figura pública, algo en lo que Portman seguramente debe encontrar aristas con las que se identifique. Pero, más allá de los temas que conscientemente pone Jackie sobre la mesa, quizá el más poderoso no proviene del momento que ésta retrata sino del actual, donde precisamente nos encontramos ante una futura figura presidencial que, al menos hasta ahora, ha generado odio y división social, caso completamente opuesto (al menos desde la perspectiva estadounidense) al importante trabajo de identidad y oposición que la figura de los Kennedy construyera en su siempre trágico paso por la historia de su país.
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