Estrenada en la más reciente edición del festival de Cannes, por fin llega a nuestro país la película número 47 dentro de la cada vez más irregular filmografía de Woody Allen, centrada aquí en la relación de un joven cuya carrera apenas empieza en el voraz mundo de Hollywood, en plena década de los ’30, y cómo la llegada de una chica pondrá su mundo de cabeza. O, como muchos podríamos llamarla, otra película de Allen que habla básicamente de lo mismo que el 80% de sus trabajos previos.
Y es que, en efecto, en términos argumentales Café Society (2016) no ofrece nada nuevo dentro de la longeva carrera de Allen (a punto de cumplir 81 años). Todos los elementos están ahí: música jazz, un romance imposible, ansiedad, neurosis, enredos amorosos y las dificultades sociales que estos detonan, así como un muestrario de esos personajes judíos erráticos por los que el director siempre ha mostrado fascinación y obvia empatía.
Partiendo de la expresión acuñada en 1915 por la columnista Maury Henry Biddle Paul del extinto New York American, el término «cafe society» hace referencia a la “gente bonita” que organizaba fiestas de alto perfil en Los Angeles, Nueva York, Londres y París. Con ello como inspiración, el director neoyorkino hace un viaje al pasado para contarnos la historia de Bobby (Jesse Eisenberg), un joven oriundo de Brooklyn que llega a California con la esperanza de conseguir un trabajo a pesar de su poca experiencia en el mundo del cine, el glamour y las estrellas.
Es ahí que pronto consigue asistir a su tío (Steve Carrell), un agente de Hollywood cuyo alto perfil siempre lo ve involucrado en negociaciones con las más grandes estrellas de la época y cuyo poder pronto pone a Bobby en medio de la crema y nata del medio del espectáculo. Pero el interés de Bobby, caracterizado por su inocencia y poco entrenada malicia para el hostil ambiente que ahora habita, rápidamente se dispersa cuando conoce a Vonnie (Kristen Stewart), la hermosa secretaria de su poderoso tío.
De este triángulo nace algo más allá de lo familiar que, aunque obvio, vale la pena no arruinar demasiado, aunque en realidad no suma nada nuevo a la agotada imaginación (¿o entusiasmo?) de Allen por inventarse historias y situaciones fuera de su zona de confort. Ante esto, sin embargo, vale la pena detenernos y sí hacer las menciones positivas dentro de este nuevo ejercicio de “pan con lo mismo”.
Y es que, si bien Allen se muestra en automático argumentalmente, vale la pena mencionar su colaboración con Vittorio Storaro como director de fotografía quien, a pesar de trabajar con un director cuya inventiva visual nunca ha sido una fortaleza, viste de hermosas imágenes el irrelevante guión, ayudado en gran medida por la magnífica recreación de la época y el lugar en el que se desarrolla. Pero el problema es que Allen nunca logra decidirse por un tono específico, oscilando entre un retrato sobrio de la sociedad que pone en pantalla y un Hollywood más pintoresco o estrambótico, como el que logran en mayor medida retratar los Coen con la también reciente ¡Salve, César! (2016).
Sin embargo, el verdadero aplauso va para Stewart quien, dejando a un lado sus tics y mañas frente a la cámara, hace de Vonnie un personaje humano, complejo y con el que resulta fácil empatizar a pesar de su errático comportamiento. Allen saca de la actriz uno de sus mejores trabajos post-Crepúsculo, haciendo evidente por qué fue ella la elegida después de que él la viera en Adventureland (Greg Mottola, 2009), además de haberla sometido a su primer proceso de casting desde su trabajo en la saga vampírica adolescente.
Pero a pesar del trabajo de Stewart y el resto del elenco, quienes hacen su mejor esfuerzo y se notan emocionados de estar bajo la dirección de Allen, la verdad es que Cafe Society no representa ni un avance ni un retroceso dentro de la de por sí decaída carrera actual del director.