NOTA: El siguiente texto fue publicado originalmente en Crash.Mx el 20 de Febrero de 2017 por Alberto Acuña (@LoungeYMartinis).
A continuación, unas cuantas líneas que buscarán meditar en torno a la crítica hoy día en nuestro árido contexto cultural, su función, así como su probable influencia en aquel hipotético lector entregado a prolongar la experiencia que para bien o para mal le dejó una determinada obra –líneas concebidas desde el interior del mismo medio–; el punto de partida fue lanzar al aire una pregunta quizá incómoda pero vuelta cada vez más pertinente. En medio del marketing desvergonzado, las recomendaciones de ocasión y las relaciones públicas complacientes: ¿existe realmente el periodismo cinematográfico? Irremediablemente esta pregunta terminó detonando una serie de aristas y otras interrogantes, de las cuales intentaremos encontrar respuestas. La primera que me gustaría plantear es: ¿se puede decir con seguridad que ha habido un cambio significativo entre la llamada crítica joven independiente –la cual gradualmente ha ido encontrando espacios e inclusive fundando los propios–, y las canónicas plumas que le precedieron?
Cierto, a comparación de hace trece años –cuando un servidor comenzó a integrarse en este singular ambiente y conocer sus secretos–, el panorama luce en algunos aspectos más promisorio: afortunadamente se acortaron los espectros y después de un vacío bastante considerable entre generaciones, aquellos nombres que ya se antojaban omnipresentes e inamovibles se vieron de repente compartiendo con un grupo de periodistas, comunicadores y escritores que ni siquiera rozan los treinta años, quienes se abrieron paso de manera furiosa abogando por preservar el texto de gran aliento, ese que consigue confrontar, sacudir, imbuir y redefinir el pensamiento sobre una película así como el mundo que en un momento determinado la engendró; Internet como medio dejó de ser visto con recelo para poder ejercer el oficio con total seriedad, anteponiendo la argumentación sobre cualquier otra cosa, erigiéndose de esta manera sitios valiosos convertidos ya en referentes como Butaca Ancha o F.I.LM.E., incluso Icónica en su reciente reencarnación digital. Las opciones para ensanchar el bagaje cultural, practicar la cinefagia gozosamente y compartirlo desde la conjura de las palabras se han multiplicado exponencialmente y están a la mano de cualquiera (de la abrumadora eclosión de festivales a los siempre laberínticos e impredecibles pasillos que conforman el sub-mundo pirata, pasando por el streaming, un circuito alternativo diseminado por la ciudad entera y el nacimiento de distribuidoras a contracorriente de las modas imperantes); como nunca antes se ha reconocido la labor y la imagen del crítico en concursos, seminarios, foros y en la conformación de jurados en certámenes nacionales e internacionales (cabe apuntar el hecho que en los últimos tres años han sido seleccionados igual número de autores emergentes en el Talents Campus que organiza la Berlinale); eso aunado a la penetración paulatina que esta camada ha tenido en medios de comunicación masivos. De algún modo, su irrupción resultó saludable y necesaria, poniendo lucidez y cierto espíritu lúdico sobre la mesa.
Sin embargo, es aquí donde el idilio se termina abruptamente y la realidad llega a estropearlo todo. A pesar del excitante relevo generacional que ha venido sucediendo, la crítica cinematográfica en nuestro país sigue siendo un trabajo estigmatizado, relegado e incomprendido que provoca más enconos viscerales que diálogos trascendentes, una actividad ingrata y en definitiva mal pagada que continuamente es confundida de forma chabacana con la prensa de espectáculos, el universo socialité de oropel y los quotes netamente publicitarios poniéndola en el mismo cajón, una profesión reducida a ser vista desde afuera como aquella villana zafia que sólo se encarga de categorizar y descalificar con la mano en la cintura, esa que dictamina sin reparo cuál es el buen y mal gusto. Podemos entender pues a la crítica como un pequeño acto de resistencia.
De esta manera, el periodismo cinematográfico continúa viéndose obligado a sortear no sólo los más añejados estereotipos generados por el imaginario colectivo los cuales revolotean insistentemente sobre él, sino las líneas editoriales obsesionadas con la inmediatez, el contenido superfluo, las tendencias y la provocación gratuita.
Ahora bien, volviendo a la interrogante que me trajo hasta aquí, no será muy popular la siguiente apreciación pero creo que todavía no se puede escribir de cambios ni diferencias sustanciales. Por cada texto brillante y sumamente personal firmado por Rafael Paz Esparza, Arantxa Luna, Julio César Durán o Hipatia Argüero Mendoza desde sus respectivas trincheras –los cuales dejan en claro que la inspiración es entelequia–, pululan sin concierto decenas de émulos infecundos y a la postre desechables de nuestro patriarca Jorge Ayala Blanco, únicamente impostando el lenguaje, acumulando referencias rebuscadas como si se tratara de una competencia maratónica y usando los mismos mecanismos para desmontar las películas mientras que se sueñan incendiarios; o invaden lugares centenares de opiniones en donde escandalosamente las ideas y las apreciaciones se han homogenizado sin remedio; o contaminan el medio incalculables notas de las que parece imposible escapar, hechas por una pléyade de advenedizos en las cuales el rigor, el compromiso y la disciplina han sido completamente desterrados para usar el cretinismo como bandera.
Ello me conduce a una segunda interrogante: ¿realmente ha existido una vocación por tomar riesgos, aventurarse en imponer nuevos estilos al momento de abordar el fenómeno fílmico y ampliar conocimientos por parte de los críticos? Sí, noto un derroche de cinefilia en párrafos enteros y largas conversaciones. Pero por ejemplo, me causa extrañeza la ausencia de la mayoría de la prensa en festivales que no promueven el glamour y cuyas programaciones resultan revelaciones como podrían ser FICUNAM o Distrital o DocsMX o MIC Género o Masacre en Xoco. Así, salvo esfuerzos individuales como los que acometen los infatigables Carlos Bonfil y el propio Jorge Ayala Blanco –quienes son los únicos miembros pertenecientes a la vieja guardia que uno puede encontrarse puntualmente en las salas–, la memoria y el registro a profundidad por desgracia no existen. O como alguna vez en un intercambio de correos electrónicos le dijo a un servidor el conocido crítico y programador argentino Roger Koza (quien año tras año lamenta en redes sociales el desinterés y la apatía que la prensa defiere con el festival universitario):
«No se trata solamente de respaldar una memoria pública en la palabra; al no haber una devolución e interacción activa con un festival no se produce un discurso sobre el cine y todo, finalmente, se reduce a una lógica del consumo de bienes culturales. La falta de este discurso crítico ha volatizado la experiencia y el posible aprendizaje. El resultado es evidente: aislación, olvido y depreciación».
Tal parece pues que esa visión romántica acerca de la figura del crítico que presentaba la película francesa Les Sièges de l’Alcazar (Luc Moullet, 1989) -la cual narra el encuentro fortuito entre un respetado crítico del Cahiers du Cinéma y su contraparte femenina de la revista Positif, quienes asisten como si de un ritual se tratara a la icónica sala de barrio del título para discutir sobre cine italiano mientras nace una atracción que se antoja imposible)-, en nuestro contexto puede esperar un poco más.
Otro ejemplo a bote pronto se halla en la manera arbitraria en que se arman los resúmenes anuales alrededor del cine mexicano. ¿No resulta mucha casualidad que prácticamente todos citen tres o cuatro éxitos netamente comerciales como los culpables de matar a la idealizada industria, obviando de tajo el resto de las producciones que se estrenaron? ¿Por qué las listas al respecto y la dialéctica con las que son hechas se volvieron tan predecibles? ¿Quién le está dando seguimiento real al cine nacional en la actualidad?
Esto conecta directamente con una nueva pregunta: ¿qué tantos prejuicios y vicios les fueron heredados a la crítica jóven? Es un hecho que durante décadas la crítica ha vivido peleada a muerte con las expresiones propias de la cultura popular. Ahí están todavía frescos la sorna con la que se trató el fallecimiento de Mario Almada (causante de algunos de los textos más lastimeros que le tocó a un servidor leer el año pasado) o los adjetivos peyorativos que recibieron las cinco vedettes protagonistas del documental Bellas de Noche (María José Cuevas, 2016) tachadas de vulgares y decadentes; desprecio que no varía gran cosa respecto a hace treinta años cuando publicaciones como Dicine crucificaban automáticamente cualquier cinta que oliera a arrabal y cochambre.
Pero en el otro extremo también se ha caído en el error común de juzgar al cine de autor (ya sea la filmografía de Lav Diaz o de Lisandro Alonso o de Yulene Olaizola, sólo por mencionar algunos nombres contemporáneos) regurgitando frases prefabricadas. Vamos, ni calificar de pretenciosa y contemplativa a Cementerio de Esplendor (Apichatpong Weerasethakul, 2015), ni sacarse de la manga significados acerca del estatismo de la cámara que presume Minotauro (Nicolás Pereda, 2015), contribuyen en la aprehensión del arte mismo.
A su vez esto me dirige a dos preguntas más: ¿por qué la relación entre el crítico y el cineasta por tradición es tan mala? Sistemáticamente el cineasta acusa a la crítica de la invisibilización de ciertas películas, de dedicarse a desdeñar esfuerzos, de moverse bajo el influjo del rencor y la frustración, de rendirse ante el entretenimiento más banal, de ser insensible. Me arriesgo a afirmar que cualquier crítico que esté leyendo texto cuenta al menos con una de estas acusaciones en su curriculum.
¿Cabe la posibilidad de una reconciliación? Aquí me gustaría rescatar las palabras que hace un par de años me compartió para la realización de otro ensayo afín, Davo Valdés de la Campa, integrante de esta reciente generación:
«Creo que somos herederos de una relación fracturada y herida. Pienso que el crítico debe conocer el proceso creativo para poder emitir un juicio sobre una pieza de arte (que no necesariamente es el de hacer una película), y el cineasta por su parte, debe entender que la escritura misma es un proceso de creación y que desde ese ejercicio se puede ampliar el sentido de una obra en este caso de una película. Yo presiento una renovación del ejercicio de la crítica en México y creo que cada vez más cineastas y críticos se van a difuminar de formas híbridas y fructíferas en su trabajo».
Me permito formular una última pregunta para ir cerrando: ¿cuál es el lector ideal que el crítico rastrea entusiastamente como si fuera una quimera? Sencillo: aquel que haga suyo un texto con azoro infantil, aquel que sin pensarlo dos veces esté dispuesto en caer bajo el sortilegio de las imágenes descritas, aquel que quiera convertirse en aprendiz y cómplice, y también aquel que sienta el impulso de inocularle su fascinación a otras personas por más cursi que pueda llegar a sonar esto último.
Así, regresamos al punto de origen: ¿existe realmente el periodismo cinematográfico? Reproduzco un extracto de una reflexión escrita por Alonso Diaz de la Vega –sin duda una de las plumas más virtuosas y determinantes de esta floreciente generación– con la que me encontré y no me soltó durante varios días:
«El crítico es el aguafiestas que nos explica cómo funciona el mago y nos impide creer en la serendipia, en lo divino, en lo inasible; es el científico del arte que revela el misterio de la creación cinematográfica. En el cine no hay magia, sólo un grupo de gente que nos miente –en los mejores casos– para decirnos la verdad. Pero el gran crítico no es meramente eso, sino un traductor que descubre esa verdad en el lenguaje de la forma; es un defensor de tradiciones que los espectadores ignoran; es un explorador en cinematografías inéditas; es un maestro que nos explica, en la naturaleza del cine, la naturaleza de la realidad. O también lo contrario. Por supuesto que este es un retrato ideal, romántico, si se quiere, pero es a lo que aspira el crítico».*
El periodismo cinematográfico existe pero sobrevive maltrecho, fragmentado y con poca credibilidad. A pesar de ello, declaraciones de principios como esta que abofetean a maestros y sucesores, vislumbran una oportunidad inmejorable para que la crítica deje de ser una anomalía en el horizonte.
+ El autor de este texto es crítico de cine en Cinema Móvil y participará este viernes 24 de febrero (11:30 hrs.) en el MUAC, en una mesa de debate titulada ‘El crítico cinematográfico: Manual de supervivencia’, al lado de otros críticos como Alejandro Alemán, Arturo Magaña y Pedro Emilio Segura.
*Diaz de la Vega, Alonso – “Sueños en Llamas: La Crítica y sus Lectores” (Revista Cuadrivio, noviembre 2, 2016)