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Desde 1958 no se producían tantas películas en México como en 2016. La industria cinematográfica nacional llegó a una cifra récord con 162 largometrajes producidos durante el año pasado, según informa el Instituto Mexicano de Cinematografía en su anuario estadístico correspondiente a 2016. Es un motivo de celebración, por supuesto, pero hay un contrapeso ya usual para esa alegría: la calidad de los estrenos que atrajeron a la mayoría de las audiencias. Como suele pasar, el mayor éxito de taquilla fue una comedia, ¿Qué culpa tiene el niño? (2016), cuyo sentido del humor abiertamente clasista —igual que el de Qué pena tu vida (2016) y La leyenda del chupacabras (2016), ambas entre los diez mayores éxitos mexicanos del año—, muestra la afinidad del público mexicano por productos culturalmente insalvables y formalmente pobres. Para colmo, el 90% del mercado lo continúa dominando Hollywood.

El entretenimiento, hay que decirlo, a nadie le hace daño, pero la ideología que manifiestan estas películas es, por decir lo menos, cuestionable. No sólo eso: las películas con el mayor sentido crítico en cuanto a forma y fondo se encuentran excluidas de las diez más taquilleras. Desierto (2016), con sus pobres ideas sobre la relación bilateral con EU, a mi juicio, no cuenta. Ante esto no puedo sino recordar la carta abierta que le escribió Martin Scorsese a su hija Francesca y su decisión de distribuir su próxima película, The Irishman, por Netflix.

Primero la carta. En 2014, el maestro italoamericano le escribió a su hija menor que a pesar de las dificultades que implica el cine como un arte industrial, veía un futuro brillante porque “por primera vez en la historia de la forma, el cine puede ser hecho con muy poco dinero”. Esto, sin embargo, acarreaba —acarrea— un problema: los futuros cineastas tendrán que defenderse de la tentación “de seguir la corriente y permitir a la película moverse y flotar por su cuenta”.

 

Hoy, cuando es más fácil que nunca producir cine, el problema no sólo es defender la visión propia y desafiar el statu quo, sino lograr que el producto se vea. Scorsese puede al fin hacer las películas que quiere sin la interferencia de los estudios, pero todavía se encuentra bajo el temor del fracaso comercial, como le sucedió a su última cinta, Silencio (Silence, 2016), que no ha recaudado ni la mitad de lo que costó. Quizá por esa razón Scorsese ha decidido distribuir su siguiente filme por Netflix. La libertad de un artista suele implicar el rechazo de la audiencia, pero el estreno de The Irishman nos dirá si conviene más esperar que el público se acerque a las salas de cine, con todos los costos que conlleva —transporte, estacionamiento, la dulcería, el tiempo—, o si resulta mejor acercarle el cine, aunque la propuesta no le parezca atractiva en principio.

La respuesta nos ayudará a saber cuál es la mejor opción para los jóvenes cineastas que, como Scorsese, prefieren su visión ante las necesidades del mercado. Por supuesto, hay que considerar que Scorsese ya es en sí una marca y que hay muchos defensores de la sala de cine como experiencia esencial de la forma. Sin embargo, también debemos notar que el número de usuarios de Netflix no ha dejado de subir desde su creación y hoy se encuentra en los 93 millones a nivel mundial. Tan sólo del tercer cuarto de 2016 al último creció en alrededor de 7 millones de usuarios. Si la tendencia continúa —y todo indica que lo hará—, quizá la distribución en línea sea la mejor opción para artistas jóvenes que se rehúsan a prolongar las convenciones que encumbraron el año pasado a producciones como ¿Qué culpa tiene el niño?

Esta modalidad definitivamente traerá consigo nuevos dilemas, entre ellos la muerte de la sala de cine e incluso el cambio de la forma cinematográfica. Además, aún no podemos saber si esto garantizará mayores audiencias para películas con ambiciones primordialmente artísticas pero, dada la situación, es un experimento necesario y quizás inevitable.

Por Alonso Díaz De La Vega / @DiazDeLaVega1

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