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Por Hipatia Argüero Mendoza / @MeLlamoHipatia

La representación de los cuerpos en el cine es un problema; o por lo menos eso parece cuando se trata de cuerpos femeninos o fuera de las normas de la estética occidental. La discusión muchas veces transita entre la crítica a la híper sexualización o la exagerada inocencia virginal de los retratos a personajes femeninos en las cintas que inundan la oferta hollywoodense, ese cine de producción masiva que repite fórmulas y se nutre de estereotipos para alimentar nuestra insaciable hambre de productos “palomeros”. La representación de las mujeres en el cine se ha convertido en un punto de análisis constante en los últimos años, aunque el debate siempre ha estado presente. Sin embargo, conforme el número de voces que señalan los patrones misóginos y sexistas en muchas de las narrativas audiovisuales que hemos asimilado crecen al punto de considerarlas forzosamente normales, la respuesta violenta y negativa a dichas voces también ha aumentado.

A veces me gustaría pensar el cine dentro de una burbuja hermética capaz de impedir la entrada de las cosas que nos rodean de manera inescapable: las palabras pronunciadas en una esquina oscura, la ira que entre líneas se lee en un comentario de YouTube, las impresiones infundadas que se difunden desde la trinchera del anonimato, la vulnerabilidad que implica pronunciarse un ser político, pensante y crítico en un mundo a todas luces desigual. Pero el cine se inserta en una sociedad que juzga –constante y tajantemente–, y esos juicios suelen salirse de la pantalla, atravesar la ficción y posicionarse en versiones de realidad que poco a poco se transforman en verdades repetibles, asimilables. El cine está rodeado de su industria, la cual implica manufactura, consumo y análisis. Y ahora que el público ha dejado su papel pasivo y tiene poder de réplica, las opiniones sobre aquello que las mujeres deben ser dentro y fuera del cine no son escasas.

El ejemplo más reciente de esto es el caso de Emma Watson, actriz y activista del feminismo a través de su posición como embajadora de buena voluntad de ONU Mujeres, quien ha sido criticada por múltiples razones –desde los propios discursos feministas que señalan, con bastante elocuencia, los enormes huecos en una campaña que intenta ser incluyente con los hombres pero excluye todo lo que no cabe dentro de las categorías binarias de él y ella, y que se construye desde una innegable posición de privilegio; pasando, por supuesto, por los juicios endebles de quienes no toleran la palabra feminismo e insisten en equipararla con el régimen responsable del holocausto. Leer el mar de opiniones, tanto las positivas como las negativas, alrededor de las fotografías publicadas en Vanity Fair para la promoción del remake live action de Disney a La Bella y la Bestia, en las que Watson viste una prenda que cubre parcialmente su pecho, me generó incomodidad mucho más allá de su contenido; es decir, sin importar qué se diga, el simple hecho de que exista un debate para cuestionar si una actriz es una falsa profeta del feminismo por mostrar parte de su cuerpo de manera pública, resulta triste. Y es que ser una figura pública, una (como se dice) modelo a seguir, tener cuerpo y habitarlo de manera sexual, parece ser incompatible, una contradicción. Recuerdo haber leído varios artículos críticos, publicados justo después de que en 2014 se anunciara que Emma Watson sería embajadora de la ONU, en los que se planteaba cuán poco riesgosa resultaba esa decisión. La nueva embajadora es perfecta y sus palabras amables no son difíciles de escuchar. Muchos medios resaltaron que su discurso había cambiado el feminismo, volviéndolo mucho más accesible, entendible, menos agresivo, y, por supuesto, más mercadeable. Y sí, los últimos tres años Emma Watson ha sido la feminista pop más querida; y por eso mismo no se le perdona poseer pechos y mostrarlos. O por lo menos tiene que ser un tema de conversación; ¿cómo guardar silencio ante tal atrevimiento?

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Esta reflexión me llevó a revisar un fragmento de la novela lírica de la poeta/ensayista estadounidense Claudia Rankine, Citizen: An American Lyric, en el que recuerda una conferencia de la filósofa Judith Butler y su respuesta a la pregunta de qué hace que el lenguaje sea hiriente: «Nuestra condición de ser nos expone a la apelación de otros”, responde. “Sufrimos el ser apelables. Nuestra apertura emocional, añade, descansa en esa capacidad de otros de dirigirse a nosotras. El lenguaje navega esto”. La voz poética en segunda persona de Rankine sigue: “Por mucho tiempo creíste que el objetivo del lenguaje racista [sexista] era denigrarte y borrarte como persona. Tras considerar las declaraciones de Butler, comienzas a entenderte a ti misma como un ser híper-visible ante tales actos del lenguaje. La intención del lenguaje percibido como hiriente es explotar todas las maneras en las que estás presente. Tu estar alerta, tu apertura y tu deseo de convivir exigen tu presencia, tu levantar la mirada, tu responder y, por increíble que parezca, tu decir por favor» (p.49). Este párrafo resume, de manera mucho más precisa de lo que yo podría intentar expresarlo, el problema de existir en el mundo y exponerse a la convivencia, de transitar el espacio público y ser susceptible a quienes exigen una reacción. Que Watson sea la imagen no problemática del feminismo le otorga una mayor audiencia, un micrófono con más volumen, así como un podio alto y al centro, siempre y cuando no sea posible confundirla con una persona de carne y hueso y piel y órganos sexuales. Pero los insultos no la borran, la visibilizan, y nos hacen entender que el mundo no está dispuesto a que una mujer que se autodenomina como quiera que se autodenomine (pero en particular pensante, crítica y política), no puede hacer ejercicio libre de su propia imagen sin despertar un debate acalorado de quienes consumen un combo cuates de ideología y moral para acompañar sus películas de princesas.

Ahora bien, ¿por qué todas estas reacciones resultan tan automáticas? ¿Qué hemos interiorizado tanto que ver la curva baja de dos senos –ni siquiera pezones, eso ni pensarlo– resulta tan controversial y digno de comentarios? Al regresar a la ficción podemos observar una tendencia en este cine de mayor distribución en nuestro país y en el mundo; narrativas de mujeres que cumplen una función dramática, pivotes para los verdaderos héroes o personajes perpetuadores de los roles de género estáticos. Y es que el cuento de hadas aún predomina en nuestros tiempos, no sólo por el reciente estreno de la nueva versión del cuento clásico francés de la joven –sí, inventora y ávida lectora– que se enamora de su captor, un monstruo –literalmente– malentendido y con un lado tierno del que sólo esta bella capaz de ver más allá de los prejuicios puede enamorarse. Los cuentos de hadas no tienen nada de malo; nos gustan, crecimos con ellos, nos hacen creer en el amor (pero, hay que decirlo, en un tipo de amor muy particular que no aplica para quienes no somos ni princesas ni príncipes, ni siquiera en forma de bestia). La Bella y la Bestia por lo menos es un cuento de hadas y no intenta vendernos otra cosa. El problema es que la fórmula de príncipes, princesas y amor a primera vista está presente en muchísimas de las narrativas que giran en torno a mujeres como protagonistas. Pero repito algo que ya he dicho y quiero reiterar: los personajes femeninos simples y huecos cuya sexualidad puede y debe ser condenada (la mayor virtud de una princesa es, por supuesto, su virginidad, pues es la moneda de cambio para las transacciones políticas de los matrimonios arreglados), son un mal endémico del cine comercial estadounidense, que se recicla cada verano para traernos las nuevas aventuras de una [inserte profesión] y un [inserte profesión] que se odian para luego enamorarse a pesar de todo (hasta el personaje de Amy Schumer en Trainwreck termina por cuadrarse al ideal del amor monógamo apto para una mujer de su edad). Pero afortunadamente hay más cine que el que llega con cientos de copias y poderosas campañas de marketing a nuestras salas. Hay películas protagonizadas por mujeres complejas, tanto que representan un reto para nuestras sensibilidades e ideologías, para nuestras ideas de lo que está bien y mal, lo que es ser mujer y, sobre todo, una buena mujer a la que hay que escuchar porque sus opiniones nos parecen válidas e importantes, aquellas que más allá de sus opiniones no nos ofenden con comportamientos erráticos, agresivos o no dignos de una modelo a seguir.

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Dos películas recientes, aún en cartelera o disponibles en plataformas de streaming, son grandes ejemplos de este tipo de personajes que trascienden la anécdota y permiten un grado de identificación, quizá en momentos perturbador, mucho más cercano que el de la comedia romántica de cajón. Por un lado está Aquarius (Kleber Mendonça Filho, Brasil, 2016), donde Sonia Braga interpreta a una mujer extremadamente cómoda en su cuerpo, un cuerpo lleno de cicatrices e historia que en ningún momento quisiera borrar, un cuerpo real y con defectos y una belleza extraordinaria que resguarda una vitalidad envidiable y un espíritu imposible de romper. El otro ejemplo que viene a mi mente es Elle (Paul Verhoeven, Francia, 2016), una historia complejísima de deseo sexual y violencia, que oscila entre la comedia oscura y el thriller, protagonizada por Isabelle Huppert, la cual plantea preguntas terribles y respuestas inesperadas sobre la sexualidad libre, el abuso, el placer, el miedo y la vulnerabilidad de saberse acosada y observada. Estas películas no borran la sexualidad de sus protagonistas, no las vuelven víctimas estériles incapaces de reconciliar su deseo con su lucha; pero sí las presentan como dueñas absolutas de su cuerpo. Quizá al ver más ficciones como estas dejemos de pensar que la fuerza de una mujer que habita en la realidad puede ser anulada porque no estamos de acuerdo con lo que decida hacer con su cuerpo, tanto en su vida privada como en la portada de una revista.

En la introducción de su libro de ensayos titulado Bad Femenist, un best seller de lectura amena que resulta una introducción ligera pero crítica al feminismo moderno, la escritora estadounidense Roxane Gay deja claro que no hay una manera buena o mala de serlo (aunque para muchos la Watson pre #pechosgate fuera la viva imagen de la buena feminista) o, como Gay lo dice “Feminista de Pedestal”, una que debe posar, ser perfecta y congruente en todo momento –como si ser humana no significara, intrínsecamente, una infinidad de incongruencias– y “cuando nos decepcionan, gustosamente las tiramos del mismo pedestal en el que las colocamos”. Y es que pareciera que la hípervisibilización de estas personas a las que les exigimos representar y encabezar todo un movimiento, que de raíz es complejo, diverso y multifacético, nos da derecho a opinar sobre cosas ajenas a su trabajo. Más que escandalizarnos por cualquiera de los dos extremos, tanto las reacciones viscerales que decidieron anular a Watson y denunciar su hipocresía, y las defensas a capa y espada del derecho de cualquiera a hacer con su cuerpo lo que quiera, creo que, como audiencia, podemos concentrarnos en otras cosas e intentar por lo menos ser congruentes (o tanto como sea posible) con nuestros modos de consumo. En una TEDTalk de 2014 Gay dijo: “Podemos tomar mejores decisiones. Podemos cambiar el canal cuando un programa de televisión presenta la violencia contra las mujeres como un deporte […]. Podemos gastar el dinero que le damos a la taquilla en otra cosa cuando las películas no tratan a las mujeres como algo más que un objeto decorativo”. Y esto, creo, es lo más importante al reflexionar sobre estos temas. Al final la industria debe seguir y para ello necesita el dinero de sus espectadores. Si las fórmulas que presentan personajes femeninos de cartón ya no nos satisfacen, simplemente podemos buscar otra oferta y salirnos un poco del molde. Afortunadamente vivimos en un país con una oferta cinematográfica diversa (claro, disponible para quienes tienen acceso a las plataformas o a los cines independientes que las incluyen en su programación, también hay que decirlo). Y por ello extiendo una invitación para ver Aquarius o Elle, pensar el cine y lo que nos enseña.

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