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Por Alonso Díaz de la Vega / @DiazDeLaVega1

Después de ver el nuevo episodio de la franquicia Guardianes de la galaxia, me pareció urgente comentar una opinión que le he escuchado a varios cineastas: Es aburrido ver una película donde se sabe que los buenos van a ganar. No la comparto del todo. Tampoco me considero un detractor. Creo que no es catastrófico revelar que en Guardianes de la galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017) los buenos, como en todas las películas de Marvel, vencen a los malos. Deben existir los espectadores que no lo sepan antes de ver la película. A ellos les ofrezco disculpas, pero creo que es seguro decir que son pocos. Quien haya seguido de cerca las cintas de Marvel sabrá que en todas triunfa, de una forma u otra, el bien y que esperar de ellas un desenlace más ambiguo o incluso cruel es como esperar que el Cruz Azul gane una final de futbol. Podría suceder pero es, al menos, improbable.

Entonces, ¿por qué la audiencia sigue viendo las películas de superhéroes si ya sabe cómo terminan? En el caso de Marvel me he dado cuenta de varios elementos que mantienen fiel al público. El primero es el más obvio: uno no va a los Guardianes de la galaxia a ver en qué termina, sino a ver cómo llega a su previsible desenlace. Es decir, un espectador común va a ver los efectos especiales, a escuchar —a sentir, incluso— el retumbante sonido, a reírse de los gags, a admirar los escenarios y los vestuarios. Va a entretenerse con todo lo que no es el desenlace. Pensar que uno ve las películas solamente para descubrir en qué acaban elimina inmediatamente el placer de las cintas biográficas: Hitler siempre va a suicidarse en su búnker, salvo que estemos viendo películas situadas en un universo alterno, como Bastardos sin gloria (Inglourious Basterds, 2009) de Quentin Tarantino. Lo que vamos a ver en las películas con intenciones realistas es quién era Hitler, no cómo acabó.

Otro elemento favorito de los fanáticos es la posibilidad de apariciones especiales o introducciones de personajes nuevos. A final de cuentas, el cómic está rodeado del mismo nivel de comunidad que el mito. Cuando leemos Edipo rey, de Sófocles, no hay historia de origen porque Sófocles asumió que su audiencia sabía quién era Edipo: cómo venció a la esfinge, qué le paso en la carretera al oráculo de Delfos y cómo terminó. Lo que hizo Sófocles, como muchos otros dramaturgos griegos, fue dar su interpretación del personaje. Por eso vale la pena comparar su Orestes, en Electra, con el de Eurípides en La Orestíada. Tienen el mismo nombre y la misma historia, pero no son el mismo personaje. Pasa lo mismo con los distintos Batman, Superman y Hombre Araña que hemos visto en los cómics y en el cine a lo largo de décadas. Conforme cambian sus autores, los personajes son reinterpretados. Pero aquí comienza mi crítica a las películas de Marvel y a la noción mal entendida de que el cómic es equivalente al mito.

A diferencia de los grandes héroes de la antigüedad, los héroes del cómic obedecen a una lógica mercantil. Umberto Eco tenía razón al decir que los héroes de hoy reflejan nuestra consciencia colectiva, pero a diferencia de los héroes de la antigüedad, los nuestros son inmortales por razones propias del comercio. Por ejemplo, en 2007 murió el Capitán América. Dos años después resultó, como dice el lugar común, que “no estaba muerto: andaba perdido en el tiempo”. Por el contrario, Edipo, Odiseo, Orfeo, mueren irremediable y trágicamente. El amado Capitán no puede morir porque dejaría de vender. Entonces las historias de los superhéroes no pueden ofrecer la tensión inevitable que conlleva el único desenlace universal: la muerte. Estamos condenados a ver historias que siempre terminan igual. Como ya lo expliqué, ese no es un gran problema, pero por las mismas razones hemos sido sentenciados a ver historias que se cuentan siempre igual.

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A mi juicio, todas las historias de Marvel son la misma: un héroe nace, crece, elimina a uno o varios villanos, se reúne con otros héroes y juntos vencen a otros villanos. Probablemente nunca mueran. Es la versión capitalista del monomito de Joseph Campbell, es decir, del patrón que siguen todas las narrativas heroicas. Pero si en la antigüedad, como ya lo expliqué, los personajes estaban sujetos a la reinterpretación, en la dinámica de las franquicias su destino es ser siempre los mismos. De la primera a su última aparición en el universo de Marvel, el Capitán América ha sido un idealista comprometido con su propia idea de lo que debe ser Estados Unidos. Tony Stark también ha sido el mismo ególatra vanidoso con buen corazón. En una película se enfrentan ambos, pero es evidente que tarde o temprano volverá la amistad.

Lo más preocupante y lo más notorio de esta tendencia, por tratarse de cine, es el hecho de que todas las películas se ven iguales. No existe libertad para cambiar las paletas de colores, los vestuarios, el diseño de producción. No existe una reinterpretación genuina como la hay en los cómics o en películas animadas como Batman: Gotham Knight (2008), donde vemos seis historias escritas y animadas por distintos estudios, con resultados muy emocionantes. Todos los elementos son distintos, en los seis cortometrajes, aunque nos expresan al mismo personaje. Es un retorno a las variaciones de los griegos y una muestra de que al menos en el cine animado y exclusivo para DVD existe la libertad creativa. Sin embargo dudo que lo veamos pronto en las superproducciones cinematográficas.

Esto se debe probablemente a que los estudios subestiman a su audiencia y esperan de ella lealtad y obediencia. ¿Pero es esto cierto? Desafortunadamente no podemos saberlo, y no podremos tener una idea clara mientras los grandes estudios sigan protegiendo la inversión por encima de la innovación. Solamente una caída en sus ganancias los forzaría a buscar nuevos caminos. Habría que boicotear las películas de Marvel para provocar un cambio pero, honestamente, ¿cuántos entre el público cautivo se atreverían a desafiar a su estudio favorito?

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