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willsmith

Por Rodrigo Garay Ysita / @Rodrigo_Garay

Ande con cuidado entre los vicios de los medios de comunicación sensacionalistas, siempre pillos y perspicaces: Pedro Almodóvar y Will Smith no se pelearon en la conferencia de prensa de inauguración de Cannes en una “acalorada discusión”. Cada uno adoptó muy amablemente la postura contraria al otro en el debate cinematográfico de moda, el de Netflix contra las salas de exhibición. Almodóvar tomó partido por ser el presidente del jurado; Will Smith, por ser lo que de manera coloquial llaman en su país un attention whore (sentado entre una selección de personas muy renuentes a tomar la palabra y mucho menos carismáticas que él, eso sí). La disyuntiva de la Croisette la tomamos como pretexto por algo que dijo el señor Almodóvar en la conferencia:

“Mientras siga vivo, defenderé algo que muchos jóvenes ahora mismo no conocen, que es la capacidad de hipnosis que tiene una gran pantalla frente al espectador”.

Si se hace un sondeo no muy riguroso entre nuestros amigos y familiares lectores, preguntándoles por su preferencia entre un e-book o un libro de papel, es muy probable que motivos igual de románticos salgan a flote. El clásico “me gusta el olor de los libros nuevos” – o viejos -. El punto es que, tanto en el lector como en el cinéfilo, hay un arraigo emotivo muy fuerte por la costumbre provocado, desde luego, por el miedo natural a la revolución. Miedo que comparte Almodóvar, por lo que, a pesar de que los apocalípticos no se distinguen de los integrados en cuestión de edad necesariamente, respetaremos sus términos para precisar el problema de “los nuevos medios”: No es que “los jóvenes” no conozcan la capacidad hipnótica de la gran pantalla, sino que ya no pueden conocerla. En palabras menos gentiles, esa hipnosis ya no existe.

Sin tener que sumergirse entre las páginas que explican la hiperrealidad de Jean Baudrillard, la aldea global de Marshall McLuhan o las visiones hipermodernas de Gilles Lipovetsky, es evidente —con el empirismo pasajero que se presta mejor a estas dinámicas del periodismo y la fuente soft, que los inútiles intentos por clasificar al cine como una ciencia— que una persona activa en pleno 2017 tiene una atención fragmentada. La atracción por la pantalla singular que ofrecía el espectáculo cinematográfico de masas o la televisión el siglo pasado (que en su momento también amenazaba con desaparecer las proyecciones en sala), no puede producirse en alguien que recibe la mayor parte de sus estímulos diarios mediante tres o cuatro pantallas (a escoger: la del smartphone, la de la computadora del trabajo, la de la tele, la del smartwatch, la del coche, la del andén del metro o la de computadora de la casa); la experiencia en el cine es sólo una de muchas en esa lista.

hipnosis

Por eso es un tanto injusto (aunque irresistible) condenar a ese monstruo infrahumano que prende los cuatro millones de pixeles de su Samsung Galaxy S8+ en mitad de una función, violando la sacra sombra del templo fílmico. Para el que forma parte de la audiencia común, saltar de pantalla en pantalla es un reflejo natural, y pedirle que se concentre dos horas en una sola es pedirle un esfuerzo. Nadie va al cine a hacer tarea.

Atender la fragmentación de ese “pobre diablo” es una de las claves del éxito de Netflix, Amazon Prime y la tropa de servicios de streaming que les siguen. Una película que se empieza en la recámara y se termina en un iPad tres días después ya no se entiende a través de un ritual completo de butaca plegable, oscuridad paulatina y sonido envolvente. Pero se entiende. Además, como el mismo Netflix nos ha hecho saber[1], este sistema permite una cierta democratización del contenido, destruyendo el concepto del prime time televisivo y la jerarquía vertical en donde las majors dictan lo que el público quiere ver. No por nada hay tantos cineastas y usuarios que prefieren las series, un formato mejor adaptado a la atención dispersa del espectador multitask. De ahí también la fascinación colectiva por la microficción, el microteatro y la micronarrativa.

La hipnosis de la gran pantalla de Almodóvar niega esta horizontalidad democrática y entiende al filme como una unidad indivisible. Sin embargo, excluyendo a los ensayos (la diferencia entre ver algo como La chinoise de un sentón o en partes es ultimadamente irrelevante porque la película ya está desarmada de origen) y al cine atmosférico, como el thriller, en donde al romper la tensión sí impide el impacto, ¿hay una manera crucial de “perder el hilo” para un público masivo? ¿No está ya acostumbrado a las franquicias serializadas en donde no se está contando nada? Para comprobar que el proceso cognitivo de apreciar una película requiere forzosamente de la mirada ininterrumpida y de 20 minutos de comerciales previos, necesitaríamos a un neurólogo y a alguien que le interesen los resultados.

Una mirada productiva tendría que alejar el asunto en Cannes de romanticismos, observarlo como una movida política y darle más voces al conflicto para despolarizarlo un poco y desentrañar la red de hipocresía que viene de los dos bandos. Escuchar a Tilda Swinton y a Vincent Maraval cuando bien indican que muchas producciones que se presentan en el festival de todas maneras no llegan a las salas francesas y que todavía hay mucho por hacer en la distribución de cine independiente. O a Agnès Jaoui, en el mismo panel que Smith y Almodóvar, cuando remarcó lo absurdo que es ignorar el progreso tecnológico y sus repercusiones en la industria. Porque el streaming no se va a ir a ninguna parte. Ni Cannes, ni las salas, ni la audiencia.

Los verdaderos afectados son los sindicatos, las viejas casas de producción y todas aquellas instituciones que sustentan inflexiblemente el poder del negocio cinematográfico —después de todo, fue la Fédération Nationale des Cinémas Français la que empezó el lío. La polémica que acompaña a esta edición del festival más luminoso del mundo poco tiene que ver con percepción artística o con nuestros ritos nostálgicos de entretenimiento; para encontrar el compromiso que reparte premios y dictamina las reglas del juego, como dijo un tipo medio sospechoso en un estacionamiento de leyenda en All the President’s Men: “Follow the money”.

[1] En el estudio “Cuatro años después del estreno de House of Cards, los miembros de Netflix han cambiado los horarios televisivos para siempre”, que Netflix compartió con Cinema Móvil recientemente y en donde apunta patrones curiosos, como que el 21% de sus usuarios en Japón y Corea están activos en la madrugada o que a las 6 de la mañana “es 34 % más probable que los miembros de Netflix estén viendo comedias en comparación con el resto del día”.

Opening Dinner - 70th Cannes Film Festival, France - 17 May 2017