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Por Alonso Díaz de la Vega / @DiazDeLaVega1

Netflix (…) es un salvavidas artístico”, concluyó hace poco menos de un mes Glenn Kenny en la columna Streaming del New York Times. Esto en referencia a la película más reciente del joven cineasta Adam Leon, Tramps (2016), que después de su estreno en el Festival Internacional de Cine de Toronto fue comprada por Netflix. Entre las ventajas que implica esta venta y la de otras películas de corte independiente está el mostrar a las productoras que el cine más ajeno a las tendencias comerciales no va a generar una ganancia de cientos de millones de dólares, pero sí puede rescatar la inversión de quienes se arriesgan con él. El propio director se alegra de no tener que perder tiempo de su siguiente producción planeando la distribución de la última en otros países, y no sólo eso: la película podrá ser vista en todo el mundo, no solamente en corridas limitadas en el circuito independiente.

Sin embargo, David Ehrlich, crítico de IndieWire, sostiene en su artículo “Netflix Keeps Buying Great Movies, So It’s a Shame They’re Getting Buried” que no hay nada de qué alegrarse. Al contrario, deberíamos estar furiosos de que Netflix compre películas porque serán sepultadas en su vasto catálogo de forma que nadie las verá nunca. No soy el miembro más respetuoso de mi propio gremio porque la breve historia del cine nos condena a una madurez menor que la de los críticos de otros lenguajes artísticos, que llevan varios siglos existiendo. Entonces no me sorprende la visión tan limitada de un colega que pueda afirmar, enojado, que una película vista en una televisión no es cine.

Hace unos años, cuando el lenguaje visual de, digamos, Game of Thrones, recurría excesivamente a imágenes de nalgas y pechos femeninos, uno podría haber dicho lo mismo que Erhlich de manera más o menos creíble, sin embargo habría que buscar en otras series, anteriores y posteriores, para notar que el lenguaje de la televisión a veces incluso rivaliza con el del cine. The Young Pope, del director italiano Paolo Sorrentino, por ejemplo, es tan cinematográfica como cualquiera de sus películas porque está editada por Cristiano Travaglioli y fotografiada por Luca Bigazzi, dos de sus más frecuentes colaboradores. ¡Pero ese ni si quiera es el punto de Ehrlich! Él escribe: “Cuando ves algo en Netflix, ¿estás viendo una película o teniendo una experiencia como de película?”. Es decir, si no está en una pantalla enorme en una sala con butacas, no es cine. Me entristece saber que las obras de Rainer Werner Fassbinder, Pier Paolo Pasolini, Ingmar Bergman y muchos otros cuyo trabajo he visto raras veces —o nunca— en el cine, eran sólo programas de televisión. afterthefinalcurtain-2

Según Ehrlich, especulo, el cinéfilo del siglo XXI debería limitarse a lo que hay en las salas de cine. ¿Nunca has visto las películas de Jacques Tati? Aguántate hasta que a alguien se le ocurra una retrospectiva. Y nada de que había tráfico o tenías trabajo que hacer. Ehrlich incluso compara el ver películas en Netflix con ver fotocopias de una obra artística en un museo. Estos puntos me parecen simplemente ridículos pero, sobre todo, ilustrativos de un fenómeno que abarcaré en otro texto: la ignorancia de críticos, cineastas y cinéfilos sobre la tradición cinematográfica. Ya que muchos se aferran a la sala de cine, se niegan a ver en pantallas más pequeñas las obras que le han dado forma al cine contemporáneo. Por esa razón tenemos al joven Xavier Dolan, que admitió haber visto “quizá dos películas” de Jean-Luc Godard. A Ingrid Bergman sólo la conoce “superficialmente”.

Volviendo a Ehrlich, entiendo la pasión con que defiende la sala de cine pero no la comparto. Para mí es equivalente al conservadurismo de los pintores realistas que denunciaban el impresionismo o incluso a la renuencia de Sócrates a escribir sus ideas. La historia del cine no es la historia de una forma de verlo sino de hacerlo. Lo valioso del cine no es el compartirlo con otros en una sala sino el entenderlo en las complejidades de su lenguaje y en las innovaciones de sus genios. ¿Para qué ver la película de un gran autor en decenas de salas si va a obedecer más a las decisiones del estudio que del director?

El espectador medio, sostenía con mucha razón John Cassavetes, no sabe de fotografía ni de edición ni de luces. Sabe de guion y de actuaciones, nada más. Y es el guion precisamente en lo que más se entrometen los inversionistas. Ya hablé en mi texto anterior de cómo el monomito de Marvel solamente repite sus propias fórmulas narrativas sin mucha creatividad. Aferrarse a las salas de cine es aferrarse a esas tendencias. Celebrar la distribución en línea es celebrar la libertad de los cineastas y la posibilidad de que sus películas sean vistas en todo el mundo.

El meollo del texto de Ehrlich es más razonable pero aun así difiero. Dice que es al menos improbable encontrar películas como Tramps en la interfaz de Netflix, entonces las verá menos gente que quienes ven ese mismo tipo de cintas en salas de cine. Creo que está eludiendo su responsabilidad como crítico. Si una película que le parece importante aparece en su ciudad, lo lógico es que escriba de ella para llevar espectadores a la sala. ¿Por qué no hacer lo mismo con los estrenos de Netflix? Un crítico con más de 31 mil seguidores en su cuenta de Twitter podría animar a centenas y quizás hasta miles de personas a ver lo más valioso dentro de los estrenos exclusivos que no se verán en cines. Dudo que a algún crítico se le pase The Irishman, de Martin Scorsese, que sólo estará en salas comerciales unas semanas para cumplir los requerimientos de la AMPAS y ser considerada para el Oscar.

Criticar una tendencia imparable es una necedad. Lo que necesitamos hacer los críticos es proponer soluciones y ser parte de ellas, no hacerle exigencias a una empresa privada que no tendría por qué hacernos caso. Con el Festival de Cannes aceptando películas exclusivas de Netflix en su selección y la noticia de que Gaumont va a vender todas sus salas de cine en Francia, no parece que podamos salvar al celuloide, sin embargo, con nuestro conocimiento, con nuestra influencia, sí podemos salvar el cine que viene.

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