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Por Alberto Acuña Navarijo / @LoungeyMartinis

De ser uno de los espacios distintivos del barrio japonés de Vancouver desde su fundación a inicios del siglo pasado, el Oppenheimer Park se convirtió en uno de los puntos neurálgicos del tráfico de crack en la ciudad canadiense, el cual alcanzó su punto crítico durante los años noventa, hasta representar en nuestros días uno de los bastiones que tiene una parte de la población nativa exiliada para desafiar al racismo y la opresión. Esos fantasmas heredados del colonialismo que recorren sigilosamente un país en apariencia ejemplar. Y es esa dicotomía la que atrajo al documentalista Juan Manuel Sepúlveda para realizar su tercer largometraje La Balada del Oppenheimer Park.

A propósito de su estreno esta semana, nos reunimos en la Cineteca Nacional con el director para hablar acerca de la relación que estableció con esta comunidad, cuyos días transcurren entre el delirio etílico y la defensa beligerante de su cultura.

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-Cinema Móvil: ¿Cómo se da tu primer acercamiento con este espacio público?

Juan Manuel Sepúlveda: “Mientras estaba filmando mi segundo largometraje Lecciones para una Guerra, en Guatemala, se me ofrece la oportunidad de ir a Vancouver a hacer una maestría en Bellas Artes, en la Universidad Simon Fraser. Cuando llego allá, empiezo a explorar la ciudad y encuentro que hay un parque el cual durante los noventa e inicios de los dos mil estuvo controlado fuertemente por población centroamericana exiliada, específicamente guatemalteca y salvadoreña, en términos de que eran los ‘dealers’ del crack. Me fascinó esa historia y dije ‘Vamos a ver cómo estos ex guerrilleros y ex patrulleros de repente decidieron convivir juntos para hacer un nuevo grupo’. Me acerco al parque y descubro que, en efecto, la población sigue muy activa por ahí, pero que ahora son los nativos quienes controlan la zona. Los centroamericanos se han casado con nativas canadienses y son ellos los que poco a poco me introducen en este lugar, me arropan hasta que me vuelvo un miembro regular y voy descubriendo la vida de las poblaciones nativas, casi todas exiliadas de sus reservaciones; como Vancouver tiene un clima privilegiado respecto al resto de Canadá, muchos de ellos se van a vivir a esa ciudad.

Entonces, cuando me acerco a estas comunidades me doy cuenta de que hay una parte de la Historia que yo no conocía a profundidad. Digo, uno tiene clarísimo que esta colonización no fue un juego de niños. Fue un brutal exterminio del 90% de la población nativa, pero cuando uno empieza a relacionarse más, aparecen cosas que uno nunca se hubiera imaginado que sucedieran en un país considerado de primer mundo, como el hecho de que hasta 1980, después de 100 años, el gobierno todavía operaba una serie de escuelas residenciales en las que obligaban a los niños nativos a cursar estudios, y por lo tanto eran desarraigados de su reservación hasta que supuestamente los civilizaran. El problema de estos lugares es que hubo una pandemia de abusos sexuales y de suicidios, hasta que después de muchas investigaciones, un grupo de expertos determinó que tenía más posibilidades de sobrevivir un soldado en la Segunda Guerra Mundial que un niño indígena en uno de estos internados.

Cuando descubro eso digo ‘¿Cómo puede ser posible que en un país como Canadá estén pasando cosas por el estilo? Digo, desafortunadamente en México es normal pero, ¿en Canadá?’. Conforme nuestra relación iba progresando, empiezo a descubrir que a pesar de todo la vida diaria de esta población está condicionada por la resistencia a la imposición de la ley y el orden, y que finalmente esto se parece al cine clásico o al western, donde tienes a un grupo de forajidos que no están dispuestos a que un débil e incipiente Estado se establezca. Entonces un día les propongo a estas personas hacer algo conjuntamente y su respuesta fue ‘Ok, hagamos una película, pero por favor que no sea un documental porque ya estamos cansados de esta visión en la cual nosotros no somos más que las víctimas’; les dije ‘Bueno, si sus vidas están condicionadas por esta imposición, pues hagamos un western contemporáneo o al menos juguemos a hacer uno y yo documento ese proceso’. Entonces en 2013, durante los cuatro meses que dura el verano, que es el tiempo donde se puede filmar porque el resto del año llueve, fui documentando su vida diaria para encontrar esos momentos en los que era evidente esta resistencia”.

-De algún modo tu documental desmitifica esa imagen idílica que comúnmente se nos presenta del primer mundo, su prosperidad y su alta calidad de vida. ¿Buscabas hacer un comentario al respecto?

“Mi intención cuando empiezo a desarrollar una película siempre es estrictamente estética. Es decir, a mí me interesa jugar con la forma de lo cinematográfico, independientemente de la situación a la que me vaya a enfrentar. Pero no soy ajeno a mi condición histórica, además soy un sujeto político, por lo tanto me relaciono con determinadas personas y me interesan ciertos temas. Poco a poco voy descubriendo que más allá de hacer una crítica sobre Canadá, a mí lo que me interesa es hacer una crítica sobre la colonización, misma que sigue estando presente en todo el mundo. En la Colonia Narvarte podemos encontrarla también, no hay que viajar a Canadá para ver todos los días ese pasado no redimido”.

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-Como ocurre en tus documentales anteriores –Bajo la TierraLa Frontera Infinita y la ya citada Lecciones para una Guerra– tus personajes son los marginados, ya sean mineros que nadie reconoce, inmigrantes centroamericanos, desplazados que dejó la guerra civil guatemalteca en los años ochenta o ahora indígenas confinados. ¿Qué cualidades te atraen de ellos para la construcción de una narración?

“Mira, los documentalistas siempre estamos en una cuerda muy floja, en la cual de repente no sabemos si lo que nos interesa es el morbo de la miseria o realmente nos interesa la miseria por otras cuestiones mucho más complejas que solamente convertirla en espectáculo. En efecto, yo como cineasta siempre he trabajo en los márgenes, pero no porque estos personajes me resulten exóticos, sino porque ahí encuentro resistencias que no hallo en el centro. No digo que en el centro no existen buenos personajes, simplemente yo me identifico más en esa marginalidad y es por eso que decido hacer una película, para encontrar rasgos que no he descubierto todavía pero que sé que habitan en mí”.

-Tomando en cuenta la realidad de tus personajes, todos ellos afectados por el alcohol, las drogas, la violencia, ¿como conseguir que no se perdiera el flujo ni el control? ¿Cómo no ser rebasado por la situación?

“Bueno, yo no traté de controlar a nadie. Yo no soy nadie para hacerlo y Dios me librara si en algún momento se me daba la posibilidad de controlarlos. ¡Ahí acababa con la película! Más allá que se descontrolara o no, en efecto, yo entré en una zona de riesgo. Siendo un newcomer te enfrentas con esa violencia de una manera mucho más evidente, sin embargo antes de sacar la cámara pasé un año y medio con ellos, generando esta conversación alrededor de la idea concreta de hacer una película.

Yo empecé a filmar en el momento en que supe que había un grupo de personas que estaban dispuestas a luchar conmigo y a agarrarse a golpes si era necesario, porque muchas veces llegaba gente ajena que nos decía ‘¡Váyanse de aquí, no queremos una película!’ y nosotros respondíamos ‘Oigan, pero también es nuestro parque, finalmente es nuestro derecho hacer una película”.

-En el plano estético, ¿cómo conciliar la iconografía propia del western con el documental netamente observacional?

“Uno pasa la mayor parte del tiempo observando y llega un momento en el que identifica los rasgos que más le interesa con respecto a la exploración cinematográfica. Por lo tanto no pasó mucho tiempo antes de darme cuenta que la vida que vivían las personas estaba condicionada por la resistencia de la que hemos venido hablando. Todas las mañanas tenían que ir a la corte o tenían roces cuando llegaba la policía. Eventualmente lo único que hice fue privilegiar y potenciar esos momentos. Me daba cuenta que algunos elementos incluidos en determinada situación catalizaban esto. Entonces es un juego, una delgada línea donde de repente la historia es tan magnífica y espectacular que no se sabe si es parte de su vida cotidiana o si están haciendo un performance, un pedazo de representación frente a la cámara. Esa pregunta yo tampoco sé responderla actualmente”.

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