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Por Gonzalo Lira Galván / @Gonyz

Yorgos Lanthimos es un provocador y decirlo no es necesariamente negativo. A diferencia de otros directores como Gaspar Noé, Lars Von Trier y demás nombres que se han inscrito en el mainstreamcinematográfico con el mote de enfants terribles, el caso de Lanthimos sigue libre de gratuidad.

Si bien es cierto que es un director que ataca temas densos con un estilo perturbador (hasta sus anteriores trabajos, como La Langosta o Dogtooth, son inquietantes a pesar de su registro más cercano a la comedia), Lanthimos encuentra en el estilo un vehículo para la sustancia. Cada imagen y cada nota musical tiene una intención y un efecto; para muestra la primera escena de El Sacrificio del Ciervo Sagrado (2017), donde a ritmo del Stabat Mater de Franz Schubert, nuestra mirada es invadida por una cirugía en primer plano. La sangre brota y el bisturí atraviesa la piel. Es desde ese momento que el director deja clara su intención y, como espectadores, caemos en su juego.

La historia es elemental. El médico Steven Murphy (Colin Farrell en un título más a su racha imparable) es enfrentado por un joven que en primera instancia lo busca con aparente admiración. La relación pronto evoluciona entre halagos hasta que la vanidad de Murphy involucra al joven con su familia, invitándolo en repetidas ocasiones a su hogar, donde su frágil estructura familiar se convierte en víctima inevitable de los peores males y las consecuentes heridas (físicas, psicológicas y hasta demenciales) a las que esta interacción pronto los condena.

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Alejado un poco de los distópicos universos que su filmografía suele utilizar como telón de fondo, Lanthimos sitúa El Sacrificio del Ciervo Sagrado en el mundo más real que ha retratado en la pantalla. Pasillos de hospital, exteriores urbanos y los asépticos suburbios contrastan con el torcido desenvolvimiento de su trama, donde como en la secuencia inicial ya referida, el espectador ve la incisión enmudecido y en estado de hipnosis. El involucramiento sigue al morbo, pero se concreta por la cercanía que el mundo de estos personajes representa, no obstante el disparatado y agresivo desarrollo.

A ello ayuda, como siempre, el trabajo de cinematografía a cargo de Thimios Bakatakis (el de cabecera de Lanthimos), quien con sus imágenes nos hace pensar en lo que se debió haber sentido experimentar a Kubrick por vez primera en la gran pantalla. Igual de efectiva (y efectista, insisto, en la mejor de las maneras) es la musicalización, donde lo sacro y lo clásico colisionan incluso con el pop de Ellie Goulding, todo con un propósito claro y evidente.

Lanthimos juega con el público de formas perversas. No en vano se ha comparado a El Sacrificio del Ciervo Sagrado con obras como Funny Games de Haneke o We Need To Talk About Kevin de Ramsay. Y aunque el “malviaje” es parte de la grata experiencia, no todo es tan torcido como parece. Es así que también el seco sentido del humor que ha caracterizado parte la obra del director griego se hace presente, provocando no sólo un respiro ante la tensión generada, sino también provocando incómodos momentos en los que como espectador es válido preguntarse: “¿Me debería de estar riendo o ya perdí el barómetro de la insensibilidad?”.

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Parte del truco está en las actuaciones, empezando por el puntual desmarcamiento de Farrell de todo el elenco. Aquí, el irlandés parece un autómata, un médico cuya frivolidad lo distancia emocionalmente del resto. Dicho distanciamiento es el que detona la creciente incompatibilidad con su esposa Anna (Nicole Kidman, haciendo del 2017 su año), quien para intimar con él siempre debe preguntar “¿Anestesia Total?”, antes de posicionarse inmóvil en la cama y a merced de su marido.

Pero la sorpresa viene por parte de los miembros más jóvenes del elenco, además del cameo más inesperado del año. Como los hijos de Anna y Steven, Raffey Cassidy y Sunny Suljic resultan en las víctimas directas de una trama que prefiero no revelar más allá de su premisa pero, víctimas de una inexplicable parálisis, ambos logran con creces llevar la perversidad de Lanthimos y Efthymis Filippou (su co guionista) del desconcierto a la hilaridad. Caso aún más claro es el del joven Barry Keoghan, quien pasa de su desvalido personaje este año en Dunkerque de Nolan, a quizá uno de los antagonistas más memorables y despreciables del 2017 (tomen nota, “villanos” de Marvel y DC).

Lo de Keoghan va más allá de la maldad y se inscribe en la lista de los sociópatas más atemorizantes del cine, mezclando su aparente torpeza social con una constante sensación de amenaza, donde no sabemos si es más peligroso lo que nos muestra que lo que oculta. A esto sumen una sorpresiva resurrección por parte de Alicia Silverstone como su calculadora madre y cada miembro del elenco no tiene desperdicio.

El Sacrificio del Ciervo Sagrado no es de tan difícil digestión pero sí merece ir preparados. Y aunque es válido decir que Lanthimos no se supera respecto a The Lobster, o que no todo lo que ocurre en su historia necesariamente tiene sentido superficialmente, lo que sí es verdad es que se trata de una película que no se podrán sacudir con facilidad. Pero, por qué temerle a tremenda sacudida, ¿no es a eso a lo que vamos al cine?