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Por Alberto Acuña Navarijo / @LoungeYMartinis

Durante los cuatro días que duró la séptima edición del Feratum Film Festival en Tlalpujahua, se pudo confirmar una vez más que a pesar de la innegable bonanza en la producción de cine mexicano de género que se ha dado en el último lustro, todavía es demasiado prematuro el querer ostentar una sección nacional competitiva que pueda mantener cierta uniformidad. Más allá de servir para alimentar ceremonias de premiación -kilométricas, improvisadas, artesanales, netamente chuscas- en las cuales por regla general ningún director participante sale del teatro con las manos vacías, la realidad es que el cine mexicano que comúnmente se proyecta en la sección mejor conocida como Alucarda, no deja de buscar el sustituir presupuestos con buenas intenciones e ideas con referencias extranjeras que terminen siendo familiares.

Por ello resulta al menos curioso que las grandes revelaciones que se pudieron ver en esta pasada edición (y que inclusive conseguirán colarse en algunas listas de lo mejor del 2018 por parte de la prensa especializada) fueron aquellas cintas que pertenecen al cine fantástico más bien de forma tangencial, filmes que acertadamente fueron programados principalmente por su carácter indómito, y que por ende se perciben mucho más honestos y despreocupados de encajar en algún lado específico: la estridente Moronga, primer trabajo de ficción del experimentado documentalista de origen escocés John Dickie y la oscura Mis Demonios Nunca Juraron Soledad, segunda película dirigida por Jorge Leyva.

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Compartiendo el mismo universo bombástico de Los Chidos (Omar Rodríguez-López, 2012), en  la obra de John Dickie, la colisión entre un veterano de guerra estadounidense con estrés postraumático que únicamente busca la muerte en una convulsa Oaxaca que se encuentra en medio de su conflicto magisterial de hace doce años, un extrovertido muxe comprometido con las revueltas populares, su hermana, empleada de la cantina local quien tiempo atrás tuvo una hija del cacique del pueblo y un joven mormón, sirve para echar un vistazo hacia el lado más incómodo de nuestra idiosincrasia realizado no desde la denuncia per se, sino desde un humor negrísimo y un tono decididamente carnavalesco.

Se trata de una rara avis que simultáneamente provocará escozor en más de uno porque no quedamos precisamente bien parados viviendo en este país y se convertirá en una obra de culto mediante su narración totalmente dislocada acorde al estado mental de uno de los protagonistas, su atmósfera onírica y fantasmagórica, su ambientación kitsch (¡esa secuencia del descenso al table dance de mala muerte!) y su irreverencia (el retrato del festejo del Día de Muertos el cual se encuentra en las antípodas de Coco).

Por otro lado, gracias a su iconografía, de primera impresión podríamos clasificar a la película de Jorge Leyva fácilmente como un sencillo y meritorio western crepuscular post-Alberto Mariscal. Pero el relato circular acerca de un hombre que pasa sus días extrayendo oro de un río de la sierra de Sonora esperando juntar el suficiente metal dorado para poder mudarse junto con su mujer a un lugar prometido y ya idealizado; de manera pausada va sugiriendo qué es aquello que ha ido aplazando el viaje; hay algo oculto en el bosque que lo impide. El aura paranormal está ahí, permeando el ambiente, aunque hay que tener paciencia. Aquí, el estallido de violencia no proviene de muertes estilizadas entre forajidos y anti-héroes como marcaría el imaginario del sub-género, sino de la culpa, el miedo y las heridas del pasado.

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Pero vayamos al otro extremo del espectro, donde se encuentran dos óperas primas opuestas entre sí que tuvieron su estreno mundial back to backen el segundo día del festival: el sci-fi digno de botadero El Expediente Atlimeyaya, del cineasta chileno Hugo Vivar y el sub-producto lovecraftiano Las Reglas de la Ruina, de Víctor Osuna.

Abducciones extraterrestres, conspiraciones gubernamentales, filosofía new age de bolsillo y charlatanería televisiva, son las piezas que conforman la cinta de Hugo Vivar, basada en los hechos -supuestamente- reales ocurridos en Puebla durante la década de los noventa protagonizados por un par de hermanos adolescentes quienes experimentaron un contacto alienígena, y que como mera coincidencia se cruza en el camino con Cygnus (Félix Hugo Mercado, 2017, de próximo estreno comercial), otro relato paranoico que tiene a Puebla como escenario. Sin embargo,  si esta última busca inteligentemente sacar provecho de sus escasos elementos que se pueden inscribir dentro de la ciencia ficción -la fotogenia del Gran Telescopio Milimétrico, cierta señal de origen desconocido,  las cámaras de seguridad cuyas grabaciones evidencian que existe un secreto que más de uno quiere ocultar-, los hacedores de El Expediente Atlimeyaya se sienten fascinados por un despliegue de efectos especiales que emulan, intentan competir con sus símiles hollywoodenses, que se sueñan sofisticados, así como por el pretendido carácter veraz de la anécdota. Por eso, la cinta le cuesta demasiado tiempo arrancar, con un montaje que se dedica únicamente a repetir información y ser alarmantemente redundante en imágenes, por eso los errores de continuidad se agolpan hasta que aquello ya no se puede tomar tan en serio, por eso la puesta en escena en las secuencias que se venden como las más vistosas se siente hecha al vapor (¡esa risible persecución a bordo de motocicletas por un centro comercial poblano!), por eso ese look demodé que insistentemente evoca a un flyer de rave noventero.

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Por su parte, libros malditos, horrores cósmicos, sociedades ocultas, y el Mal en su estado puro, el cual desata locura y caos al interior de un hogar familiar, componen el trabajo de Víctor Osuna. Sin embargo, pareciera que el director  primerizo se conformara en solazarse en retomar la mitología lovecraftianaen un contexto nacional como si esto fuera un atributo que los fans reconocerán sin reparo, como si ello fuera suficiente pretexto para mantener el interés. Más cercano a Lo Que la Gente Cuenta que al autor de Providence, su relato acerca de una traductora al servicio de coleccionistas de libros difíciles de conseguir quien se sume en el trabajo para evadirse de su situación actual, con una hija en coma, hasta que llega a sus manos un extraño texto que irá trastocando su cordura, está llena del jump scares de elaboración perezosa, de baratura visual, de clásicas alucinaciones como fácil recurso dramático que desean imprimirle ambigüedad a la narración y de sobreactuaciones para el olvido.

Así pues, he aquí un breve muestrario del estado actual del cine mexicano de género, de sus deficiencias y de sus sorpresas.

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