Negar la importancia y pertinencia del tema migratorio entre México y Estados Unidos no sólo sería cegarnos a una de las problemáticas más vigentes y preocupantes que aquejan la situación social de nuestra relación con el vecino del norte, sino también una irresponsabilidad. Si bien es cierto que por décadas éste ha sido una piedra en el zapato en lo político y social entre ambos países, es en fechas recientes que se ha transformado en un tema en boca de todos, aunque por las razones negativas más alarmantes (¿les suena el nombre Donald Trump?).
No es de sorprender que títulos como Una Vida Mejor (Chris Weitz), ¿Quién es Dayani Cristal? (Marc Silver), La Jaula de Oro (Diego Quemada Diez) e incluso el documental Cartel Land (Matthew Heineman), han permitido abrir un debate en torno al cada vez más absurdo cerco físico y social que dicho dilema representa. La reverencia de estas películas ha generado la oportunidad de exponer diferentes visiones alrededor de este tema que, aunque desde ópticas más bien fatalistas, permiten al público ver el lado más calcinante del problema, ese que afecta a miles de latinoamericanos cada año, cobrando incluso la vida de unos tantos más.
Con una realidad social donde la migración es un problema de magnitudes imposibles de ocultar y que afectan directamente a un país como el nuestro, la aparición de una película como Desierto llega como una poco atractiva invitación a retomar tan angustiante panorama, aunque en este caso – y su director Jonás Cuarón no se ha cansado de aclararlo en cuanta entrevista le ha sido posible -, el tratamiento busca refrescar el fatalismo y, sin hacer caso omiso de la cruenta odisea que el éxodo a Estados Unidos representa, situar a su protagonista (Gael García en un personaje odiosa y obviamente bautizado Moisés) como un héroe de acción, presa de un minute man (Jeffrey Dean Morgan) cuyo único objetivo es arrasar con cuanto migrante se ponga entre la mira de su rifle y la “tierra de los libres” que obsesivamente pretende salvaguardar.
Desierto está muy lejos de ser un filme reflexivo o con pretensiones más allá del mero entretenimiento. La intencionalidad de Cuarón es evidentemente simplista y su factura técnicamente irreprochable, es verdad, pero las carencias argumentales son su defecto más incómodo. No conforme con obviedades como la bíblica referencia a la que el nombre de su protagonista alude, el Cuarón más joven se muestra empecinado por hacer de su villano alguien con quien desea que el público desarrolle una enemistad tan irracional como la que lo motiva a cazar, convirtiéndolo en un personaje (también ridículamente llamado Sam, como el tío favorito de los simpatizantes de Trump), que remite a Elmer – aquel cazador obsesionado con matar a Bugs Bunny en las caricaturas de los Looney Tunes -, y erradica por completo cualquier matiz que lo haga creíble o mínimamente amenazante.
El trabajo de Jeffrey Dean Morgan como Sam se reduce a decir líneas cliché (“Welcome to the land of the free”) para después fumar su cigarrillo con una actitud que termina sintiéndose risible. Entonces resulta difícil preocuparse por el protagonista pues, aunque lentamente el grupo de migrantes que encabeza se va reduciendo a manos del malévolo Sam, es poco creíble que Moisés sea casi invencible, haciendo que el suspenso se desvanezca hasta desaparecer en una retahíla de escenas donde el riesgo se diluye.
Cuarón logra secuencias de acción cuya factura es de primer nivel y muestra un potencial para el cine de género (ayudado en gran medida por un atinado score a cargo de Woodkid), al mismo tiempo que García Bernal hace su mejor esfuerzo por simpatizar como el martirizado héroe con cierto éxito. Pero la irresponsabilidad del guión, que reduce un problema ancestral a una cacería humana cuyo único objetivo parece ser nutrir un odio hacia los “gringos”, se siente fuera de lugar para nuestros tiempos. Si bien las referencias a The Naked Prey (Cornel Wilde), The Most Dangerous Game (Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack) o incluso Deliverance (Joh Boorman) son oportunas, es la reducida visión del bien y el mal a la que recurre Cuarón lo que preocupa.
En una época donde las líneas divisorias de lo racial y lo cultural se sienten cada vez más irrelevantes, resulta alarmante la obsesiva necedad del director por echar más fuego en la hoguera que los problemas migratorios representan. ¿En verdad es oportuno seguir viendo a Estados Unidos como un enemigo declarado? ¿Son todos los “gringos” unos psicópatas y racistas? A juzgar por el tratamiento y los simbolismos de los que se vale Cuarón en su más reciente esfuerzo cinematográfico, la respuesta es sí. Tremenda incongruencia la de combatir el odio con más odio.