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Dentro de los títulos mexicanos diseminados en las once secciones que conforman la quinta edición de la Muestra Internacional de Cine con Perspectiva de Género, ya habíamos tenido la oportunidad de comentar filmes como Margarita (con aquella mujer que guarda un oscuro pasado artístico y un presente al borde del delirio, ello mientras deambula por calles clasemedieras) o El Charro de Toluquilla (con su émulo de macho del cine mexicano de los años cuarenta, trastocado en leyenda local). Hagamos lo propio ahora con dos mediometrajes que delatan varios lugares comunes de los cuales tanto la ficción como el documental parecieran incapaces de desprenderse.

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Si bien Flores Silvestres (de Pablo Pérez Lombardini) está basada en el cuento “Cálamo Aromático” del escritor polaco Jaroslaw Iwaszkiewicz (publicado en 1960), se encuentran en su interior ciertos elementos que nos parecen demasiado familiares: el personaje maduro que escapa para siempre del agobio citadino, una pérdida que  lo asalta y nulifica, el encuentro fortuito con una persona de extracción indígena que despierta la repentina idea de sublimación, o el edén lacustre como último refugio. Destaca aquella secuencia sutil de la cena casera en la cual esa mujer cincuentona de rostro inmutable (Carolina Politi) vuelve a evocar ante su marido (como ha pasado en los últimos cinco años) el accidente en el que falleció su único hijo. Los diálogos son ásperos y naturales, la puesta en escena es sobria. Sin embargo, en este relato sobre la culpa y la memoria, ese tipo de buenas decisiones formales, pierden gradualmente impacto frente a momentos más obvios (el brote de las pulsiones eróticas representado en esas imágenes donde el sonido desaparece y la protagonista queda imbuida por la figura de un hombre mucho más joven que ella) o de plano explícitos (¿era necesario hacer hincapié acerca de la penalidad que ya conocemos, en la secuencia final?).
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Por su parte, con Narárachi (de Susana Bernal, co-productora de la genial Maquinaria Panamericana) queda en claro que el documental mexicano se ha convertido en una suerte de reducto idóneo para directores con déficit de atención entregados únicamente a acumular horas de grabación e irlas entremezclando caprichosamente en el proceso de edición. El señalar desde la sinopsis que este enésimo retrato de la realidad raramuri (en la mejor-peor tradición del Nicolás Echevarría de los años setenta) no es lineal, sólo evidencia que para la realizadora no existe distinción entre unos y otros personajes, privándolos de su humanidad (como ya ocurría con ese grupo de junkies de La Balada del Oppenheimer Park o los raperos barriobajeros de Somos Lengua, entre decenas de ejemplos). Y para colmo, lo hace empleando esa iconografía rural de la cual, a estas alturas del partido, sinceramente ya empieza a cansar a quien esto escribe cada vez que toca realizar el reporte del cine nacional presentado en un festival (el baile de la fiesta patronal, el sacrificio animal, la ropa lavada en el río, el amanecer visto desde la ventana de la casa maltrecha…), acompañada de la clásica voz condescendiente fuera de cuadro.

Sierra-Tarahumara-Daniel-Porras