Uno de los primeros acercamientos que tuve a la historia de Pablo Escobar y lo ocurrido en Colombia a inicios de los ‘90 fue en el libro Noticia de un secuestro, de Gabriel García Márquez, y me llamó la atención la manera en que era descrito el narcotraficante sudamericano: podía emitir cartas propias de un diplomático mientras intentaba matar al presidente César Gaviria; hablaba de la importancia de la familia, mientras separaba de las suyas a varias personas por intereses totalmente personales.
Menciono ésto porque dicha dualidad, presente en la primera temporada de Narcos, alcanza un dramático clímax en esta segunda ronda de episodios de la serie original de Netflix, en los que la ambivalencia del capo colombiano es confusa tanto para su país, como para su familia y para él mismo; por ello, estamos ante uno de los retratos más humanos que se han logrado de la figura del narcotraficante en general, específicamente de Escobar.
Ojo: por humano no nos referimos exactamente al lado bondadoso de la magnífica interpretación que hace Wagner Moura de Pablo Escobar, sino a la convivencia que existe con ese lado inmutable que le facilita ejecutar a alguien y cenar con su familia una hora después; esto último es lo que finalmente nos hace humanos. Somos así de irracionales y contradictorios, y es una tesis que los directores y guionistas llevan a sus últimas consecuencias en esta ocasión.
La serie regresa justo donde se quedó: durante la fuga de Pablo Escobar de La Catedral, la lujosa prisión que construyó para sí mismo, y que dejó en ridículo tanto al gobierno colombiano como a las autoridades que le perseguían. Desde los primeros minutos de esta segunda temporada algo queda claro: el respeto a Pablo Escobar, motivado por una genuina admiración, sigue intacto.
Este es un punto crucial en la vida de Escobar, ya que la humillación hacia las autoridades en general es tal que éstas ya no se hallan dispuestas a negociar, aun cuando el capo pone nuevamente en la mesa tal propuesta. Este momento es determinante, porque al no haber negociación, el capo busca alcanzar una mediante actos de terrorismo que, eventualmente, hacen que el respeto del pueblo colombiano, el legítimo, sea desplazado por temor, lo que tendrá un enorme costo en términos de simpatía.
La atmósfera en este regreso es sofocante; es decir, llega un punto en el que no sabes quién saldrá de la esquina para querer dispararle a alguien, y ver a los agentes del FBI Steve Murphy (Boyd Holbrook) y Javier Peña (Pedro Pascal) atrapados en los estrechos barrios de Medellín a oscuras genera una admirable ansiedad. Las actuaciones de éstos dos, cabe mencionar, enriquecen una trama llena de causalidades, sobre todo si ya se conoce el destino de Pablo Escobar, musicalizada y estilizada perturbadoramente, sin perder esa tropicalización intermitente en cada capítulo.
La inclusión de personajes como Gilberto Rodríguez Orejuela (interpretado por Damián Alcázar) es puntual, ya que juega un papel crucial en el destino no sólo de Escobar, sino del narcotráfico colombiano al liderar el Cartel de Cali. Recordemos que la serie lleva por nombre Narcos, en plural, por lo que es crucial entender que más que la historia de Pablo Escobar, se trata de visualizar los cómos y porqués del fenómeno de la droga en el sur del continente.
No hay capítulo que no valga la pena de esta segunda temporada, atiborrada de adrenalina y suspenso. A decir verdad nos preocupa un poco, ya que no sabemos si para su tercera temporada Narcos podrá continuar con el parámetro fijado por sí misma. Véase con cuidado porque es sumamente adictiva, dramática, y, por mucho, dobla en calidad a su antecesora. Sí, señor.