El inicio de Westworld (Jonathan Nolan y Lisa Joy Nolan, 2016) no podría saturar más los sentidos: la música, el anacronismo y una pregunta que realmente toda persona debería hacerse en algún momento de su vida: “¿Has cuestionado alguna vez la naturaleza de tu realidad?”. Estos son los elementos que elegantemente conviven a lo largo de un gran episodio piloto para una serie que, auguramos desde ahora, va al estante de lo mejor del año.
Dolores (Evan Rachel Wood), en medio de una habitación futurista y minimalista, es la mujer asaltada por la gran interrogante, que prácticamente constituye la columna vertebral de esta serie inspirada en el filme homónimo que en 1973 realizara Michael Crichton. Este personaje es el encargado de introducirnos a un genérico Viejo Oeste, donde todo pareciera demasiado perfecto hasta que, se le revela a la protagonista y al espectador, todo es parte de una simulación creada para que los residentes de este, el mundo de Dolores, satisfagan cualquier necesidad de quienes pagan (los recién llegados), sin poner resistencia alguna y, peor aún: sin siquiera saberlo, ya que un bucle temporal hace que todos repitan su rutina diariamente sin poder recordarlo.
A la par se narran las preocupaciones del Dr. Robert Ford (Anthony Hopkins) y su equipo (encargado de crear y darle mantenimiento a las instalaciones de este mórbido parque de atracciones), sobre cierto nivel de subconsciencia que está despertando en los residentes, lo cual eventualmente podría llevarles a ser conscientes de su hasta ahora ignorada realidad.
Este material, que anteriormente había intentado ser adaptada a la TV sin éxito por la CBS, se convierte en un grandioso vehículo para tocar temas de gran complejidad como la realidad misma, la mente humana y el uso de la razón para intentar ver más allá de la superficie, algo que indudablemente recuerda a la “Alegoría de la caverna”, escrita por Platón en “La República”.
Por ello, más que asemejarse a series como Game of Thrones (una comparación que, más allá del papel de HBO en ambos materiales, no tiene argumento pero se sigue repitiendo), Westworld recuerda a cintas como The Truman Show (Peter Weir, 1998) por su manera de cuestionar la realidad; a Blade Runner (Ridley Scott, 1982), por el conflicto interior de sus personajes, específicamente los creados para atender las necesidades de los humanos; y más recientemente a The Room (Lenny Abrahamson, 2015), por el impacto que supone afrontar que el mundo que se toma por único no es real siquiera, aunque la realidad es un tema que acertadamente se pone a debate.
A la par de este trasfondo, que da lugar a múltiples lecturas, los personajes y sus intérpretes son magníficos, desde los ya mencionados Hopkins y Rachel Wood, hasta los encarnados por Ed Harris, James Marsden, Jeffrey Wright y un largo etcétera.
Además, es interesante ver el quiebre de esta especie de androides (aún no sabemos cómo llamarles), y los ritos que comienzan a desarrollar inconscientemente para desafiar a sus creadores. Sin duda el tema de la inteligencia artificial, y de jugar a ser Dios, es otro que seguramente cobrará fuerza conforme avance la serie, sobre todo tomando en cuenta que, en el contexto en que se desarrolla la trama, según el propio Dr. Ford (Hopkins), ya no quedan problemas que resolver, por lo que todo se orienta a esas necesidades que, por convención, no pueden ser satisfechas sin romper algunas reglas.
Aunado a esto, no podemos pasar por alto el impacto que causa ver a vaqueros androides hablar sobre sus sentimientos. La carga de space western e incluso steampunk es alta, pero no disparatada. La producción es exquisita, las referencias de buen gusto, y todo corresponde; incluso sabiendo que estamos viendo dos mundos distintos, se sienten uno mismo.
A pesar del enorme hype que se hizo sobre Westworld, no deja una pizca de decepción e incluso va más allá de las expectativas. Profunda, metafórica, elegante, intrigante y reveladora, reiteramos: estamos ante una de las mejores series del año.