Resulta un poco incómodo tener que ir contra las palabras inscritas en la sinopsis oficial de esta obra (galardonada con el Oso de Oro en la Berlinale y nominada para mejor documental en los Oscars del 2017). Se menciona que su director, Gianfranco Rosi, ofrece un retrato natural de los integrantes de la isla de Lampedusa, que desde hace ya casi dos décadas ha sido un centro importante de recepción de refugiados de África y Medio Oriente. Además, se afirma que este documental (entremezclado con ficción) propicia una posición suspendida de juicios o calumnias. Considero que el caso implica todo lo contrario, y que esta obra de hecho desarrolla la transformación del espectador para que se encuentre frente a la disyuntiva de una toma de posición.
Efectivamente, Fuego en el Mar podría parecer en una primera visita un documental «objetivo». No obstante, conforme se desenvuelven los elementos poéticos y simbólicos de su narrativa, es imposible no apreciar que toda una intención se esconde detrás. Y es que la primera impresión que tuve fue pensar a “el mar” como concepto central y material, a partir del cual las relaciones entre todos los personajes se desenvuelven.
A pesar de que la complejidad narrativa amerita una exégesis más compleja, me concentraré en hilar el desarrollo de dos historias: por un lado, la de los inmigrantes y las adversidades que padecen para llegar a esa tierra prometida llamada Europa; por el otro, la vida de un doctor (Pietro Bartolo) que trabaja en un centro de refugiados. Con el doctor también conocemos a otros personajes: Su hijo Samuele (Samuele Pucillo), que nos adentra en el modo de vida de los niños en Lampedusa, así como su abuela, que vive en una tranquila cotidianidad, y la historia paralela de un pescador frustrado. Estos personajes se desenvuelven de una manera particular con ese ser abstracto e infinito que es el mar.
Para los refugiados el mar es otro tipo de desierto. Cuando cantan sobre las adversidades que han pasado previamente, como su travesía en el Sahara, hablan de problemas de deshidratación, mismos a los cuales se enfrentan en su desventura marítima. Además, con las precarias condiciones en las que viajan, varios de ellos sufren de quemaduras de combustible debido a las malas condiciones de los barcos en donde intentan huir de su pasado.
Ante su sufrimiento, el doctor se esfuerza por dar un trato humanitario y, frente a una posible deshumanización típica de muchos médicos que tratan con tan trágicos casos, pregunta: “¿Cómo es posible poder acostumbrarse a semejante dolor?”.
Simultáneamente atestiguamos la historia del pescador que antes mencionamos, quien no puede ejercer debido a que el mal tiempo amenaza con acabar la vida de cualquiera que se acerque a las aguas de esta isla. Esto provoca que la abuela de Samuele mencione el pasado bélico de la Isla (y de Italia), mismo que ahora se repite pero de una manera transformada: En la juventud de la abuela, los pescadores tampoco salían al mar de noche por miedo a las inclemencias marítimas y por el paso de navíos de guerra disparando, haciendo que el panorama mostrara ese “fuego en el mar” que titula la película.
De los casos que se presentan en el documental, quisiera enlazar la narrativa de los inmigrantes con el personaje que precisamente parece más alejado a las relaciones con ese monstruo infinito que el mar representa: Samuele. Para ello, antes debo afirmar que el simbolismo de este personaje es precisamente la posición que un espectador puede tener ante este documental y, por lo tanto, presenta varios rasgos que vale la pena señalar. Samuele es un inocente niño al que le gusta mucho jugar con su resortera o con su pistola imaginaria, pero que padece problemas de ambliopía (ojo perezoso). En sus juegos, Samuele apunta su resortera y arma invisible con su ojo bueno, disparando a pájaros, nopales (que posteriormente intenta reconstruir) y barcos a lo lejos. Su manera de comer frente a su padre y abuela denotan que su educación es permisiva. Es así que él encarna al espectador, libre e ingenuo, que tal vez haya ido a ver esta película de manera casual y sin saber qué esperar (así como ocurrió con quien escribe).
Fuego en el Mar intercala los fragmentos de la vida de personajes como Samuele con historias como la de los migrantes. A la par de los acontecimientos que le suceden a Samuele, hay momentos en donde la cámara, pieza fundamental para la narrativa de un documental «objetivo», comienza a generar cierta distancia respecto a los brutales acontecimientos que le suceden a los inmigrantes. La cámara, quieta, hilvana con bellísimas tomas al mar y otros panoramas, a veces retratando a los personajes tras una ventana u obstáculo visual, evidenciando la ya mencionada lejanía. A partir de ese momento, la película nos somete a un cambio narrativo, mismo que es consecuencia de la concientización y atención de Samuele a su problema (que previamente pasaba desapercibido porque «siempre apuntaba con el ojo derecho»).
Samuele inicia su tratamiento (que implica ponerse lentes con un parche en su ojo bueno, para forzar a que el izquierdo se desarrolle) pero esto provoca que ya no pueda apuntar de la misma manera a sus objetivos, desarrollando una tensión personal que repercute en el espectador cuando la cámara comienza a tomar partido en las tomas que retrata.
Es aquí cuando uno encarna la experiencia de Samuele. Como ejemplo, un momento en el que el doctor lo lleva de paseo por el mar. Cuando el joven siente náuseas por el ingobernable movimiento marítimo al que se enfrenta, la cámara comienza a tomar «posición» frente a los infortunios de los inmigrantes. Esto genera, pues, que esa misma náusea sea compartida por el espectador. El sufrimiento se hace más cercano y las experiencias comienzan a rozar la sensibilidad.
Posteriormente se le invita a Samuele (y a nosotros) a que visite más seguido el puerto para poder «hacer estómago» frente a esa inquebrantable nausea existencial. Nuestro joven protagonista decide tomar el consejo y en un momento arriesga su vida al quedar atrapado entre dos navíos patrulleros. La experiencia de Samuele, de la cámara y del espectador ya no es la misma. Este joven comienza a experimentar la ansiedad, misma que es advertida por su padre.
Esta ansiedad es llevada al máximo cuando la cámara (una vez más, también nosotros), se ve inmersa en los momentos más terribles que involucran el hilo narrativo de los inmigrantes. Ya no sólo se trata de las desventuras en las travesías presentadas de una manera relativamente abstracta, sino que ahora se nos expone a cuerpos agonizantes y cadáveres, mostrándonos el dolor de familiares y personas que han sufrido en escapes similares. Así, Samuele y su tratamiento de realidad (de cambio de visión), presentan una disyuntiva: querer regresar al inocente y aparentemente seguro modo de vista anterior o confrontarse con una articulación diferente del mundo.
Al encontrarnos nosotros en esa misma posición se puede reconfigurar la pregunta que previamente enunció su padre, el doctor: ¿Es que nosotros nos acostumbraremos a esa violencia sistemática por la que pasan los inmigrantes? La decisión queda en el espectador, pero lo que bien nos muestra esta película es que no la podremos ejercer libremente hasta que hayamos sentido la experiencia del fuego en el mar. Simbolismo último, ¿no es precisamente otro elemento de esa visión ingenua que tenemos del mundo? ¿Y del cine?
Por Emmanuel Miranda / @EmmaZolotarenko