Por Hipatia Argüero Mendoza / @MeLlamoHipatia
Las imágenes cautivan. Las imágenes anestesian. El impacto de las atrocidades fotografiadas se diluye mientras más se repiten.
– Susan Sontag, On Photography
“Qué fácil es matar a una mujer”, pensé después de ver los primeros dos capítulos de la nueva temporada de Twin Peaks, por la cual esperé, no los 25, pero sí muchos años. Puede parecer spoiler, pero no lo es (imposible arruinar una obra de David Lynch con tan solo narrar un par de eventos aislados –¿cómo spoilear a Lynch, de hecho?). La primera, desnuda. La segunda, en ropa interior. Una almohada en la cabeza, una bala silenciosa. No se necesita nada más. El personaje al que debemos seguir, del que la historia se trata, se va como si nada, en absoluto afectado por haber asesinado a una mujer a sangre fría en la cama de un motel (aunque, cabe aclarar, en ambos casos el asesino no es una persona en estricto sentido, sino un ente maligno). Pero esto no es ni sorprendente ni nuevo. Después de todo, la serie arranca cuando alguien encuentra el cuerpo de Laura Palmer (Sheryl Lee), la joven enigmática por la que se desatan dos temporadas –y ahora tres– de misterios envueltos en melodrama, con momentos entre cómicos y tiernos, así como vistazos intermitentes al interior de la cabeza surrealista de este autor emblemático del cine y, como en este caso, la televisión.
A lo largo de las primeras dos temporadas de Twin Peaks, el detective Dale Cooper (Kyle MacLachlan) sigue una serie de pistas que a veces llegan a través de sueños, o entre los mensajes crípticos de un tronco, o por puro instinto, para resolver el misterio y encontrar al culpable de la muerte de Laura Palmer. En algunos momentos de este camino, aunque no se trata de la resolución final –porque dicha resolución es muy Lynch en realidad– se descubre que la joven Laura guardaba secretos oscuros, varios de ellos relacionados a su sexualidad, a que frecuentaba un cabaret, y al hecho de que no era la niña perfecta del retrato que sus padres idolatraban. Y aunque al final no se culpa a Laura de su propia muerte, hay momentos en los que parece que sí, que se lo buscó por tener una vida doble, por juntarse con personas peligrosas, por mentir y esconder partes de su vida a sus seres queridos.
Laura Palmer no es nada más un personaje sino muchos. Es un tropo que hemos visto miles de veces, esa mujer –por lo general anónima– que aparece muerta al principio de un capítulo de CSI o Law and Order, o cualquier otro procedural de aquellos que abundan en la televisión estadounidense de amplio alcance. Es también Rosie Larsen en The Killing, cuya terrible muerte lleva a los detectives a sitios de citas por internet y demás indicios de que la joven adolescente era, en realidad, una prostituta. O drogadicta. O lo que sea que la televisión nos ha enseñado que justifica la muerte de una mujer en pantalla. Aunque por lo menos las mujeres que pongo de ejemplo tienen nombre y apellido. Y, claro, son producto de la ficción. El problema con todo esto es que la imagen de la mujer muerta, o incluso verla morir en escena, no nos resulta extraño. No es exótico ni inesperado. Es muy pero muy normal y, por lo general, el suceso mismo –mueren desnudas o en ropa interior– o su contexto –lo que hacía antes de morir que nadie más sabía– está sexualizado. Pero el mayor problema es que, como en mucha de la ficción, se parte de la realidad.
Aclaro desde este punto que este texto no es un ataque a Twin Peaks ni a ninguna obra audiovisual que plantea este tipo de personajes o situaciones. De hecho, en el cine de Lynch, hay más de un ejemplo de personajes femeninos complejos que se sobreponen a una situación de abuso sin ser completamente dependientes de sus coprotagonistas masculinos: Lula (Laura Dern) en Wild at Heart o Dorothy Vallens (Isabella Rosellini) en Blue Velvet –aunque este caso es más debatible– e incluso historias completamente centradas en mujeres como Mullholand Drive. Sin embargo, resulta un poco difícil no reconocer la frecuencia con la que este tipo de imágenes irrumpen en nuestra vida diaria. Este artículo es, simple y sencillamente, una reflexión sobre ese tema. Porque una cosa es que dichas imágenes existan y otra muy distinta es que las asimilemos sin pensarlas y que, cual Bob en el cuerpo de Dale Cooper, nos baste con dar media vuelta y salir de la habitación para olvidarlas.
Los medios audiovisuales influyen enormemente en cómo concebimos el mundo. Por ejemplo, la crítica cultural estadounidense Anita Sarkeesian ha señalado –a pesar de múltiples ataques a su persona (porque los ataques a sus argumentos son en general muy flojos)– que los videojuegos muchas veces presentan a mujeres en ropa interior, por lo general bailarinas o trabajadoras sexuales, en situaciones de violencia extrema como parte de la decoración de fondo. Las campañas publicitarias también muestran, con gran facilidad y alarmante frecuencia, a las mujeres como objetos de consumo o –peor– como causantes de la violencia a la que se les somete (recordemos la reciente, desinformada y desafortunadísima –por no decir llanamente tonta– campaña de Televisa, que culpa a las mujeres que sufren acoso cibernético de no tenerse respeto a sí mismas por compartir fotografías de su cuerpo con personas en las que confían). Menciono todo esto porque estas visiones normalizadas de mujeres muertas o agredidas forman parte de nuestro entorno inmediato constante. Y en nuestro país, cada día que abrimos el periódico y encontramos una noticia más sobre una mujer desaparecida, violada o asesinada, nos cuesta trabajo recordar que no es una más. No es un número ni una estadística. No es el dolor de su familia y amigos, aquellas personas que validan lo terrible de su ausencia al confirmarla como víctima y como una buena hija/pareja/madre, que no merecía ese destino (como si se tratara, en efecto, de un destino inevitable). Nos cuesta trabajo recordar que se trata de una persona con nombre y apellido, con gustos y color favorito; lamentar su ausencia por ella misma y no por lo que representa para quien sea que represente algo. Cada vez que una nota especifica que la mujer en cuestión había bebido y estaba sola en la noche, fuera de su casa y lejos de su novio, cada vez que leemos los tuits enojados que culpan a una mujer de morir en un accidente por engañar –a base de suposiciones– a su prometido, estamos reproduciendo discursos que se han arraigado de manera muy acrítica en lo más profundo de nuestra psique. El cine y la televisión son instrumentos poderosos para la construcción y reproducción de discursos. Y por eso es tan importante enfrentar los contenidos y cuestionarlos, por más que nos guste Lynch y su laberinto de cortinas de terciopelo rojo.
Esta discusión comenzó a formarse en mi cabeza hace unas semanas, por la declaración que Jessica Chastain hizo al finalizar su labor como jurado en el 70 Festival de Cannes. En el video, que rápidamente le dio vuelta al mundo cibernético, dice: “Es la primera vez que veo veinte películas en diez días. Amo el cine, pero lo que aprendí de esta experiencia es cómo el mundo ve a las mujeres a partir de los personajes femeninos que vi representados. Fue preocupante para mí, con algunas excepciones”. Aunque me resulta imposible opinar sobre las películas en competencia de la más reciente edición del festival más prestigioso del mundo (prestigioso, sí, pero muy criticado por sus prácticas retrógradas en relación a la perspectiva de género, como su política de tacones obligatorios que causó furor en años pasados), pues falta mucho para que estén a mi alcance, la declaración de la actriz me pareció acertada si se considera el panorama general del cine y la televisión mundial, sobre todo en relación a las historias que se narran sobre mujeres, con énfasis en desde dónde se construyen los personajes femeninos y qué se cuenta de ellas. Y aunque muchas de las películas en la competencia de este año son protagonizadas por mujeres, muy pocas fueron dirigidas por una mujer. Quizá haya personas que argumenten que esto no importa (lo importante es el contenido, dirán, no se trata de un asunto de autoría), pero el punto de vista –quién narra y desde dónde– es un elemento fundamental de la narrativa cinematográfica. Y eso, en muchos sentidos, se relaciona directamente con quién está detrás de la cámara.
Al final de su declaración, Chastain expresó la importancia de incluir a más mujeres narradoras en el futuro: “Espero que cuando se incluyan más narradoras, veré mujeres más cercanas a las que veo en mi día a día. Mujeres proactivas, con agencia y punto de vista, que no nada más reaccionen a los hombres a su alrededor”. Chastain menciona un concepto que me parece importante resaltar: agencia. Y es que en muchas narrativas de mujeres que sufren, lo peor de dicho sufrimiento es que no tienen la agencia para actuar.
Son pocas las películas que, dentro del circuito de festivales mundial, son dirigidas y protagonizadas por una mujer. Son menos, aún, las que cuentan historias distintas a la muerte –literal o simbólica– de una mujer. Muchas de las películas dentro de esta categoría podrían considerarse de denuncia –hasta cierto punto y con excepciones– pero a veces lo más subversivo es presentar a una mujer cuyo conflicto no está directamente relacionado a su condición de ser mujer, sobre todo cuando no implica sufrimiento. Toni Erdmann (Maren Ade, 2016), por ejemplo, una de las películas más divertidas y exitosas del circuito festivalero del 2016, cumple con estas características. Su directora, quien junto a Chastain formó parte del jurado del pasado Festival de Cannes, se unió a la declaración de la actriz, pero desde una posición distinta. En una entrevista posterior a la entrega de los premios, Ade dijo: “Hace poco leí algo que me pareció muy real. Si una mujer finalmente hace una película, la probabilidad de que sea una buena película, estadísticamente, es muy alta, pues una vez que tenemos el dinero para hacerla intentamos no hacer una película mala”. Y añade: “Todos deberíamos poder hacer malas películas para que algunas de nosotras podamos hacer, digamos, diez buenas películas en 50 años de la competencia”. Según la perspectiva de Ade, la falta de mujeres en la competencia, hecho que para Chastain es la raíz del problema, no es culpa del festival. Es decir, quienes programan Cannes no lo hacen para cubrir –o no– una cuota de género, pero la verdad es que muchas menos mujeres directoras consiguen los recursos para realizar sus películas año con año. Y las consecuencias para las mujeres que hacen malas películas son mucho más fuertes que para los hombres en la misma situación.
La realidad es que hasta la fecha solo una mujer ha ganado la codiciada Palma de Oro en el Festival de Cannes: Jane Campion por El piano en 1993. Y compartió su premio con un hombre (aunque eso ya casi nadie lo recuerda, o por lo menos se evita traerlo a colación). Sobre esto, en una entrevista de Jada Yuan para Vulture, Campion dijo: “Ha pasado demasiado tiempo. ¡Veinticuatro años! Y antes de eso no había nadie. Es una locura. Y me enoja que la directora alemana de Toni Erdmann, Maren Ade, quien por lo menos este año es parte del jurado, no haya ganado el año pasado. Pensé: finalmente, una compañera. Pero no.” Y es que, aunque Ade haya hecho una película extraordinaria, premiada en múltiples plataformas, no recibió el premio mayor en Cannes. ¿Importa esto? Al final, los premios son un reflejo de la industria, y de alguna manera refuerzan el estatus quo que hoy en día le dificulta a las mujeres directoras conseguir los recursos para realizar su cine. Los premios son, por supuesto, una puerta de entrada importante a los fondos que permiten la construcción de imaginarios, de carreras y de narrativas asimilables. Porque la desnudez voluntaria y lúdica de Ines Conradi, personaje principal de Toni Erdmann, es muy distinta a las imágenes que describí al principio de este artículo. Esto no significa que las historias que reflejan aspectos más cotidianos de la vida de las mujeres sean mejores. Simple y sencillamente son menos comunes.
Es afortunado terminar este artículo con Jane Campion, pues al igual que Lynch, encabeza un proyecto televisivo de gran calidad que sigue la fórmula del procedural. Me refiero a Top of the Lake, una serie que se separa de sus predecesoras de varias maneras. Pero la principal, quizá, es que la mujer desaparecida, en este caso una adolescente llamada Tui Mitcham (Jacqueline Joe), no es desaparecida por voluntades ajenas, sino que decide alejarse de la situación abusiva en la que vive por sus propios medios y utilizando su propio ingenio. El simple hecho de que la serie y su misterio no arranquen con un cuerpo desnudo, inerte, y una mujer completamente desprovista de agencia, ya marca una diferencia considerable en el imaginario de este tipo de historias. No es Dora Lange (Amanda Rose Batz), la primera víctima que los detectives Rust Cohle (Matthew McCounaghey) y Marty Hart (Woody Harrelson) investigan en True Detective, un cuerpo que no resulta extraordinario por aparecer muerto, sino que, además, ha sido manipulado para recrear una especie de criatura fantástica con cornamenta que la deshumaniza aún más. Y no es, por supuesto, Laura Palmer.
Top of the Lake es un buen ejemplo de la importancia de narrar desde una posición distinta y reinventar los tropos que nos invaden con tanta fuerza y rapidez que resulta difícil analizarlos con cierta profundidad. Porque tenemos que recordar que no sólo importa el qué; también el cómo es esencial a la hora de narrar y, claro, consumir productos audiovisuales.
Chastain ya había tocado este tema en ocasiones previas. En una entrevista reciente para The Guardian, la actriz resaltó que la falta de mujeres no sólo es una realidad en el plano de la producción cinematográfica, sino también en el lado de la recepción. Según Chastain, hay muy pocas mujeres críticas o periodistas culturales encargadas de reseñar los contenidos. “La crítica es responsable de sugerirle a la audiencia qué historias son valiosas”, dijo, “cuando 90% de los críticos son hombres, y quizá incapaces de criticar una cinta desde un punto de vista neutral en términos de género, debemos entender que existe la necesidad de que más mujeres críticas puedan comunicarle a las audiencias que las historias sobre mujeres son tan interesantes como las historias sobre hombres”. En general estoy de acuerdo con este señalamiento, pero pondría énfasis en la necesidad de señalar la existencia de imágenes que, a pesar de su frecuencia, no podemos dejar de cuestionar. Porque la anestesia de lo común es peligrosa cuando nos hace creer que la muerte de una mujer es normal. No lo es. Y, sobre todo en nuestro país, no debemos olvidarlo.