De muerte está llena la vida, de asesinatos está colmada nuestra realidad latinoamericana. Día a día los medios masivos despliegan las cifras del horror de la violencia política y cotidiana, vidas que se apagan para dejar tras de sí un titular, una nota escueta abierta a la justificación de lo injustificable.
Las redes sociales se saturan de fotografías y videos que alaban la justicia por mano propia, asaltantes o violadores linchados y asesinados en las barriadas, como la niña de 16 años que fue quemada viva en Guatemala por miembros de su comunidad acusándola de robo.
Matar a un Hombre es el tercer largometraje del director chileno Alejandro Fernández Almendras, inspirado en uno de esos reportajes sobre la justicia por mano propia. Es el caso de un chileno que asesinó a un hombre que acosaba a su familia; no obstante, el epicentro de la obra no es la venganza, es el drama humano que involucra la transgresión de la vida.
La apuesta del director es enfrentar al espectador a una concatenación de situaciones que llevan al homicidio, pero lejos de justificar el acto con la venganza como redención del dolor y la ira, le abre paso a una vuelta de tuerca que nos revela el horror orgánico de ser agente de la muerte, la insoportable impotencia tras anular la humanidad que te atraviesa destrozándola con las manos.
En una entrevista para la revista Mabuse el director afirma: “Estamos hablando de un tipo que mata a alguien, por las razones que sea. Si justificamos que este tipo mate al otro porque estaba amenazando a su familia, podemos justificar todo. Justificas un crimen y los justificas todos. Si justificas la pena de muerte, justificas todos los crímenes.”
Matar a un Hombre ha sido galardonada con el World Cinema Grand Jury Prize for dramatic del festival de Sundance, el Big Screen critics award en el Festival de Cine de Rotterdam y el premio al Mejor Director y Premio FIPRESCI en el Festival Internacional de Cine de Cartagena, entre otros. No en vano, estos premios son el reconocimiento a la obra de un autor con un profundo conocimiento del oficio, que le brinda la capacidad para articular un lenguaje a tono con la densidad de su relato.
La composición de los planos relega a los personajes a la parte inferior del encuadre, aplastándolos, haciéndolos objeto de un determinismo que pareciera invencible, juguetes de la fatalidad. En los planos rodados en interiores se construyen de forma casi compulsiva composiciones simétricas, usualmente con una puerta en el centro del plano que comunica con interiores que jamás conocemos, con profundidades sugeridas que contemplamos en la distancia; una distancia que impide sondear lo que atraviesa el pensamiento o las emociones de los personajes, solo nos es dado lo manifiesto, el resto es receptáculo de las proyecciones del espectador, que van configurando un ángulo moral en el que durante los primeros 60 minutos de la película encaja la justificación del crimen.
Luego viene la confrontación con los juicios apurados y con el peso insoportable de la destrucción de la vida.
Para cerrar dejo circulando estas palabras de la novela Crimen y Castigo de Fiódor Dostoyevski: ¿Donde he leído – pensó Raskólnikov prosiguiendo su camino – lo que decía o pensaba un condenado a muerte una hora antes de que lo ejecutaran? Que si debiera vivir en algún sitio elevado, encima de una roca, en una superficie tan pequeña que sólo ofreciera espacio para colocar los pies, y en torno se abrieran el abismo, el océano, tinieblas eternas, eterna soledad y tormenta; si debiera permanecer en el espacio de una vara durante toda la vida, mil años, una eternidad, preferiría vivir así que morir. ¡Vivir, como quiera que fuese, pero vivir!